El mal mayor de Bolivia es la corrupción pues esta es la que alimenta a todos los demás, incluyendo la comisión de delitos que son evidenciados con cada vez mayor frecuencia.
Parte de la corrupción son los sobornos, que se han convertido en prácticamente parte de los ingresos de los servidores públicos que ahora solo se movilizan cuando reciben pagos extras.
Por esa y otras razones, hacer un trámite simple en Bolivia puede convertirse en una pesadilla. Para abrir una pequeña empresa, obtener un certificado o simplemente cobrar una deuda del Estado ¡o pagarla!, se requiere semanas —cuando no meses— de idas y venidas, formularios duplicados, autorizaciones innecesarias, firmas selladas, fotocopias legalizadas y, sobre todo, paciencia, mucha paciencia. En cada rincón del aparato público, el ciudadano se encuentra con una muralla de trámites, de oficinas que no se hablan entre sí, de funcionarios que no se responsabilizan de nada.
Y no es un problema nuevo. Es un sistema diseñado para el estancamiento, que ha hecho de la ineficiencia una forma de vida. No sorprende que detrás de esta maraña se esconda también la corrupción, disfrazada de “agilidad por la vía rápida”. La burocracia boliviana no solo obstaculiza el desarrollo: lo sabotea. Mata la iniciativa, empuja a la informalidad y convierte a cada ciudadano en sospechoso. Un Estado que no sirve a su gente, sino que la complica, es un Estado que ha perdido su sentido.
Cada hora que un productor pierde en una ventanilla, cada proyecto que se retrasa por trámites absurdos, cada estudiante que no accede a una beca por falta de un documento innecesario, es una derrota colectiva. No se trata de modernizar por estética: se trata de liberar a la ciudadanía de un yugo silencioso y costoso.
Por eso, es imprescindible encarar una reforma profunda, valiente y urgente con medidas concretas que marquen un antes y un después.
Por ejemplo, es vital apostar por una digitalización real y no simbólica. No basta con poner formularios en línea. Hay que integrar sistemas, eliminar redundancias y asegurar que un solo clic resuelva lo que antes tomaba días. Esto exige inversión, pero sobre todo decisión política y coordinación entre niveles de gobierno.
Es importante hacer una auditoría nacional de trámite con un comité independiente dedicado a revisar, eliminar o simplificar todos los trámites innecesarios. Cada institución debe justificar su existencia desde el servicio, no desde el formalismo. El que no resuelva, debe ser cerrado o reformado.
Y finalmente, es importante profesionalizar al funcionario público sin cuoteo político. Es urgente construir una carrera administrativa basada en mérito y formación continua. El Estado no puede seguir renovando equipos enteros con cada cambio de gobierno, de ministro y hasta de director de área. La gestión pública necesita estabilidad, competencias y responsabilidad.
No hay reforma económica, educativa o productiva posible si no se enfrenta de raíz el cáncer de la burocracia boliviana. Cada día perdido en ventanillas, cada fila interminable, cada silencio administrativo, es una herida más a la confianza en el Estado.
Cambiar esta cultura es urgente. Y, sobre todo, posible. Si el gobierno que emerja de las urnas el 17 de agosto consigue eliminar esta lacra, o por lo menos hacerla menos pesada, tendrá el reconocimiento de la ciudadanía en su conjunto.