La salud pública no debería ser un lujo ni un favor, sino una garantía fundamental de ciudadanía. Pero en Bolivia, más que un derecho, sigue siendo una promesa rota. Y es imposible no mirar con algo de envidia —pero también con sentido crítico— lo que ocurre al otro lado de la frontera, en Argentina, donde pese a las crisis recurrentes, los problemas presupuestarios y los recientes ajustes decretados por el gobierno de Javier Milei, el sistema público de salud conserva una lógica de acceso universal, integral y gratuito que, sencillamente, aquí no existe.
En ciudades como Salta o Jujuy, los hospitales públicos han continuado recibiendo sin discriminación a bolivianos y bolivianas que cruzan la frontera buscando atención médica que en su propio país no consiguen. No se trataba de tecnología de punta ni de lujos: se trataba de servicios básicos, de atención oportuna, de respeto. La cuestión es de enfoque: en Argentina, el paciente se ha colocado en el centro y el sistema se ha dedicado a proteger, mientras que en Bolivia al centro se suele colocar el negocio y sus costos.
En Bolivia el Seguro Universal de Salud (SUS) avanzó a tropezones, entre discursos grandilocuentes, hospitales colapsados y elecciones. Se construyen nuevas infraestructuras, pero no hay personal para operarlas. Se promete coberturas, pero no hay insumos. Se “asegura” la gratuidad, pero se cobra por todo. Los reportes nacionales al respecto dan cuenta que la atención primaria sigue ausente, los centros de salud de primer nivel languidecen y los pacientes, especialmente en zonas rurales o periféricas, deben elegir entre endeudarse o resignarse.
No es una cuestión de pobreza. Es una cuestión de prioridades. Argentina, con su economía en crisis crónica, ha sabido mantener una conducta sanitaria público, con presencia universitaria, sindicatos activos y profesionales comprometidos. Bolivia, en cambio, ha convertido su sistema en un mosaico de subsistemas aislados, sin rectoría efectiva, donde la lógica clientelar ha primado sobre la planificación y el servicio.
Frente a esta realidad, urge un cambio de enfoque. La salud no puede seguir siendo rehén del discurso político ni prenda de campaña electoral. Es necesario asumir que ningún desarrollo es posible sin una población sana, atendida y respetada.
Los expertos plantean al menos tres asuntos imprescindibles:
El primero es fortalecer la atención primaria. No hay sistema sostenible sin un primer nivel robusto. Hay que dotar de personal, insumos y capacidad resolutiva a los centros de salud más cercanos a la población, especialmente en áreas rurales y periurbanas.
El segundo es garantizar carrera sanitaria y estabilidad laboral, una rara avis en Bolivia donde todo se mueve por política y la contratación por 89 días se ha convertido en otra fuente de corrupción. Los profesionales de salud no pueden seguir viviendo en la incertidumbre. Se necesita una carrera médica pública, basada en mérito y formación continua, que garantice atención de calidad y evite la fuga de talento, aunque también exija dedicación y exclusividad.
Lo tercero sería integrar y coordinar el sistema en su conjunto. El SUS, las cajas, los seguros municipales y departamentales deben funcionar bajo un mismo paraguas de gestión, con reglas claras y una rectoría estatal fuerte. La fragmentación actual es ineficiente e injusta.
La diferencia entre Bolivia y Argentina no está en el presupuesto, sino en la voluntad de construir un sistema digno. Allá, la salud pública todavía es un orgullo. Aquí, sigue siendo una deuda. Y ya es hora de saldarla.