Los esfuerzos que se están ejecutando en Chuquisaca, y ahora tienen el motor temporal del bicentenario, han confirmado lo útil que es el turismo para la generación de divisas y, dentro de este, existen vetas que todavía no han comenzado a ser explotadas. Una de esas es el denominado turismo joven.
Atraer turismo joven ya no es una opción secundaria: es una necesidad estratégica para los destinos que quieren crecer de forma sostenida. Se trata de un público numeroso, activo, que viaja durante todo el año, con alta presencia en redes sociales y fuerte impacto multiplicador, pero también es un público exigente: busca autenticidad, precios accesibles, experiencias memorables… y cierta libertad.
El desafío para regiones como Chuquisaca y Potosí, que ya tienen sus atractivos turísticos puestos, y no necesitan inventar nada, es cómo hablarle a ese visitante joven sin incomodar a los residentes mayores, sin erosionar la vida barrial ni chocar con las sensibilidades culturales locales.
En los últimos años hemos visto intentos tímidos –y a veces mal diseñados– de activar el turismo juvenil: festivales desorganizados, espectáculos masivos sin coordinación, actividades nocturnas que terminan generando más ruido que retorno. Y, como respuesta, el rechazo casi automático de sectores conservadores que asocian lo “joven” con descontrol o irrespeto.
Pero esa es una falsa dicotomía. No se trata de elegir entre jóvenes o mayores, sino de generar espacios compartidos y armónicos, donde la diversidad sea un valor y no una amenaza. Y eso requiere planificación, regulación y, sobre todo, visión.
Algunas claves tienen que ver con la necesidad de crear experiencias vivenciales diurnas. La juventud no solo busca fiesta. También quiere aprender, descubrir, participar. Ofrecer circuitos de aventura leve (senderismo, montañismo, ciclismo), talleres creativos (cerámica, cocina, cata de vinos) y rutas culturales temáticas (historia, arquitectura, arte callejero) pueden atraer sin molestar.
Además, en los últimos años mucho turismo se ha organizado alrededor de festivales organizados y segmentados. Un festival bien hecho no es sinónimo de caos. Si se planifica con antelación, se respeta el descanso vecinal y se coordina con autoridades, puede convertirse en una vitrina de talento joven, música diversa y consumo responsable. No hay que temerle a la cultura urbana: hay que integrarla.
Por otro lado, los expertos recomiendan incentivar el turismo digital y responsable. Hoy el turista joven elige por redes. Crear contenido atractivo, ecológico y ético –desde podcast locales hasta campañas de TikTok hechas por los propios jóvenes– puede posicionar al destino sin recurrir a estereotipos. Turismo joven no implica turismo depredador.
En lugar de pelear con los códigos juveniles, hay que entenderlos. En lugar de imponer normas obsoletas, hay que actualizar las reglas. Lo tradicional puede convivir con lo nuevo, si hay diálogo y respeto mutuo.
Sucre y Potosí, que son las regiones más históricas del país, tienen todo para atraer a las nuevas generaciones de viajeros: pasado atractivo, paisajes cercanos, identidad cultural viva y una población acogedora. Lo que falta es decisión para adaptarse sin renunciar a lo esencial.
El turismo joven no es un problema. Mal gestionado, sí. Pero, bien orientado, puede ser una de las grandes oportunidades del futuro y una de sus ventajas adicionales es que no necesito de la asistencia estatal, ya que puede ser bien ejecutado por los operadores turísticos a los que –eso sí– hay que darles garantías y facilidades.