Metidos de lleno en el Bicentenario de Bolivia esta columna no podía faltar a la cita. Para añadir un sencillo “alguito” a la reflexión que hace semanas estamos viviendo, desde diferentes instancias, con motivo de este importante acontecimiento.
Y para que no falte el protagonismo de los jóvenes que acompaño en mi trabajo pastoral, bastantes en situación de calle, les propuse esta misma mañana –no pude hacerlo antes– que me dijeran o escribieran en red lo que piensan a propósito de los 200 años de país independiente. Sé que fue ponerles en un apuro a su corta edad, pero siempre les insisto en ir ya con criterios por la vida. Criterios que irán madurando con el paso de los años.
- Padrecito –recibí como respuesta– a nosotros nos alegran los desfiles que haya, la música que escucharemos y bailaremos, los juegos y la comida que podremos conseguir gratis. Pero nos sentiremos como “desplazados” en medio de tanto ¿protocolo dicen ustedes?, de tanta persona importante, banderas, himnos, autoridades, aplausos sin fin.
Siempre estos changos nos hacen pensar.
La agenda oficial está repleta de eventos: conciertos masivos, entrega de monedas conmemorativas, ferias culturales, desfiles y homenajes históricos. Sucre, como capital constitucional, será el epicentro de actos solemnes, con autoridades nacionales e internacionales presentes.
Una gran fiesta, me parece, desde los palcos y los balcones, desde el protagonismo político, artístico y literario.
Quisiera que esta columna pueda ser un espejo que devuelva la mirada a quienes no están en los balcones ni en las tarimas, sino en las aceras, en los mercados, en los rincones olvidados... De hecho, cada sábado acompaño unas horas a los chicos trabajadores en nuestra Plaza 25 de Mayo, empeñados en conseguir unas monedas para su frágil economía familiar. En muchas ocasiones ante la indiferencia y la incomprensión de algunos.
Prefiero mirar a la Patria –esa Patria que un día me adoptó– desde el suelo. Desde el borde de la acera la Patria se vive distinta. No pretendo criticar o menospreciar el esfuerzo realizado por muchas instituciones para la celebración digna de tan importante acontecimiento. Se trata de ampliar la mirada para que todos, todos, sean protagonistas en la Fiesta.
¿Qué significará el Bicentenario para ese paciente papá que, acompañado de sus cinco wawitas, cada sábado se acerca a nuestro comedor solidario para que sus hijitos puedan recibir un poco de alimento? Sí, humilde gente con un “gracias” siempre en su boca y en su corazón.
¿Qué significa “independencia” para quien depende de una moneda ajena para comer? ¿Habrá un rincón para él en los festejos, o solo verá luces desde la distancia?
¿Cuántas almas, sobre todo niñas y niños, se sienten solas, abandonadas, con grandes carencias que personas de buena voluntad intentan aliviar con su trabajo profesional o desde una generosa vocación religiosa?
¿Cómo celebrar 200 años si aún hay hambre, exclusión y abandono? ¿Qué tipo de República queremos construir desde este punto? ¿Cuál es la Patria verdadera: la que se celebra desde los palcos o la que sobrevive desde las calles?
¡Tanta platita se destinará estos días a tan magno acontecimiento...! ¡Cuántas necesidades podrían cubrirse con un reparto económico más equitativo!
Tal vez este bicentenario sea una oportunidad no solo para recordar, sino para “reconstruir”. No desde la cumbre, sino desde la raíz. Desde el rostro que no sale en televisión, pero que sostiene al país con su lucha silenciosa.
En los albores de nuestra independencia, los libertadores no solo empuñaron espadas contra el dominio colonial, sino que también alzaron la voz por aquellos que siempre habían sido olvidados. Bolívar, desde Angostura, soñó con una Patria donde las leyes corrigieran las diferencias naturales para que la educación y las virtudes concedieran una “igualdad política y social”. Sucre, ya como gobernante, se despidió diciendo que no había hecho llorar a ningún boliviano, y dejó sembradas obras de clemencia, escuelas para todos y respeto por los vencidos. Hoy, en este Bicentenario, esas palabras no pueden quedarse en mármol ni en papel antiguo. Nos interpelan. Nos llaman a que la libertad que celebramos no sea sólo conmemorativa, sino profundamente humana: que abrace al pobre, al herido, al que vive en las sombras. Porque si la República nació con promesas de justicia, es nuestro turno volverlas presencia.
La Patria está en cada mirada que espera igualdad. En cada gesto de solidaridad. En cada vida que, aunque olvidada, también merece celebrarse.
Estas líneas germinaron en aceras, plazas y rincones donde la Patria también respira. Fueron sembradas por voces jóvenes, por gestos humildes que no caben en los balcones oficiales. Nacieron del acompañamiento pastoral con quienes viven la independencia desde la espera, desde la carencia, desde la ternura. Esta columna es testimonio y espejo: para que no se nos olvide que también hay fiesta donde hay esperanza.
Amigo lector, ¿te sientas conmigo en el borde de la acera?