En los países con cultura democrática, las encuestas son parte del paisaje político. Están ahí. Informan, mueven a la gente, sino que también represen tan para los medios y empresas de telecomunicaciones una herramienta valiosa para mantener audiencia. Pero en los últimos años, y no hablo solo de Bolivia, han pasado a estar bajo fuego. Se las cuestiona. Se las acusa de manipular. Lo que casi nadie dice es que el escenario no es el mismo que hace veinte años. Antes no existían las redes sociales tal como las conocemos hoy. Ahora vivimos saturados de datos, conectados todo el tiempo, atrapados en plataformas que amplifican mensajes veloces, cortos y cargados de emoción. Ese nuevo ecosistema cambia las reglas. Y lo cambia todo.
Los detractores de las encuestas suelen esperar una precisión milimétrica, como si el valor del día de la elección debiera ser idéntico al de la última medición, con márgenes de error inferiores al 1%. Pero esto es inalcanzable. En Bolivia, entre la última publicación y la jornada electoral suelen pasar seis días. En ese lapso, muchos electores apenas empiezan a pensar seriamente en su voto, y no son pocos los que deciden su preferencia frente a la boleta.
A ello se suma que buena parte del electorado no lee programas de gobierno ni revisa hojas de vida de los candidatos. Su conocimiento es superficial o inexistente, lo que deja terreno fértil para que una fake news o una canción pegajosa modifique la intención de voto, sobre todo en elecciones reñidas. En este escenario, medir con exactitud es imposible. Además, existe un voto corporativo que las encuestas rara vez captan: un ciudadano que prefiere al candidato A puede terminar votando por B porque su sindicato, gremio o comunidad lo decide así. El Movimiento Al Socialismo (MAS) supo capitalizar esta fortaleza organizativa en varias elecciones.
A ello se suma que buena parte del electorado no lee programas de gobierno ni revisa hojas de vida de los candidatos. Su conocimiento es superficial o inexistente, lo que deja terreno fértil para que una fake news o una canción pegajosa modifique la intención de voto, sobre todo en elecciones reñidas. En este escenario, medir con exactitud es casi imposible. Además, existe un voto corporativo que las encuestas rara vez captan: un ciudadano que prefiere al candidato A puede terminar votando por B porque su sindicato, gremio o comunidad lo decide así. El Movimiento Al Socialismo (MAS) supo capitalizar esta fortaleza organizativa en varias elecciones.
Bolivia no es un caso aislado. En el Brexit de 2016, muchas encuestas subestimaron el voto por salir de la Unión Europea porque la participación en zonas rurales fue mayor a la prevista. En Estados Unidos, en 2016, Donald Trump ganó pese a que la mayoría de encuestas nacionales lo colocaba detrás de Hillary Clinton; el error estuvo en estimar mal el peso de ciertos estados clave. En Brasil, en 2022, las encuestas acertaron en señalar la ventaja de Lula sobre Bolsonaro, pero no anticiparon que la diferencia final sería tan estrecha. En todos estos casos, los errores no necesariamente fueron por manipulación, sino por cambios de última hora, dificultades para medir a ciertos grupos y el impacto de factores emocionales.
En Bolivia, las elecciones de 2020 ofrecen un ejemplo ilustrativo. Durante ese año se realizaron 19 encuestas sobre la contienda entre Luis Arce Catacora, Carlos Mesa y Luis Fernando Camacho. En 16 ganó Arce; en una, Mesa; y en dos hubo empate. El resultado final fue 51,96% para Arce, 27,70% para Mesa y 13,36% para Camacho. El promedio de las encuestas de Jubileo y Cies Mori había estimado 33% para Arce, 25,65% para Mesa y 12,30% para Camacho. La desviación fue mínima para Mesa y Camacho, pero en Arce la diferencia fue de casi 19 puntos. ¿La razón? Más de un 19% de votantes estaba indeciso, en blanco o nulo, y terminó inclinándose por Arce debido al voto identitario rural y al rechazo a la gestión económica de Jeanine Áñez durante la pandemia, que provocó un vuelco en los últimos días de campaña.
Ahora en 2025, a menos de una semana de las elecciones, las encuestas dibujan un escenario ajustado. La mayoría coloca a Samuel Doria Medina en primer lugar, salvo la última de la encuestadora Spie, publicada por El Deber, que ubica en primer lugar a Jorge Quiroga. La diferencia entre ambos es mínima, menos del 2%. Más atrás, a más de 13 puntos, se encuentran Rodrigo Paz, Andrónico Rodríguez y Manfred Reyes. La incógnita es cuántos votos ocultos podría tener Andrónico, y si serían suficientes para alcanzar a los dos primeros.
Estas mediciones reflejan un claro descontento con el manejo económico y la crisis de hidrocarburos, incluso en estratos tradicionalmente leales al MAS. Esto sugiere un castigo electoral que favorecería a la oposición y la posible apertura de un nuevo ciclo político y económico. Sin embargo, el cambio no será sencillo: gran parte de los bolivianos simpatiza con ideas liberales y un Estado más pequeño, pero eso implica recortar subsidios y afrontar costos sociales inmediatos.
Las encuestas no son bolas de cristal. Son una foto del momento. Una imagen tomada con una cámara afinada, pero que siempre tiene un margen de desenfoque. Creer que son profecías exactas es no entender qué son realmente. Usarlas para debatir, para planificar, está bien. Pero descartarlas por errores inevitables es condenarse a andar a tientas. En un país donde la política se juega tanto en la plaza como en la última charla antes de votar, entender las encuestas –sus límites y sus alcances– no es solo un análisis frío. Es un signo de madurez democrática.
* Es investigador y analista socioeconómico.