Durante los actos centrales por el bicentenario de la declaración de independencia, por lo menos debió plantearse la necesidad de forjar una unidad real entre los bolivianos, pero no se escuchó nada de eso en los discursos oficiales de las autoridades. Incluso desde el Gobierno central, la principal preocupación fue mostrar unos resultados que minimicen el impacto de una crisis que no termina de pasar.
Que el Bicentenario de la Independencia de Bolivia haya coincidido con la recta final de la campaña electoral le ha quitado brillo y propósito, aunque el hecho de que haya llegado al final de una gestión atravesada por la crisis económica más seria de este siglo, y con un Gobierno muy alejado de la posibilidad de reelegirse, ha permitido que no se convierta en un mero acto proselitista más.
Otra cosa es que a nuestra institucionalidad le falta capacidad de reflexión y análisis, y apenas nadie se ha esforzado demasiado en utilizar la fecha como un parte aguas que reinicie los sueños del país a partir de la construcción de un horizonte compartido y consensuado.
El tiempo de las mayorías absolutas parece haber terminado para siempre, lo cual siempre será una buena señal: la política siempre es más rica cuando se exige el acuerdo y se destierra el rodillo, cuando las grandes mayorías del país se sientan a conversar y a construir juntos y no se pasa el rodillo por encima de nadie. Así fue en el pasado y así parece que será en el futuro inmediato.
La agenda de pendientes es grande en Bolivia. Algunos vienen desde muy lejos. Algunos han perdido vigencia. Algunos requieren retoques de fondo o de forma. Algunos han caducado.
A estas alturas de la Independencia es cuando menos curioso que nos sigamos preguntando quiénes somos y haciendo interpretaciones sobre nuestra naturaleza mestiza; también merece una reflexión aparte, en plena época de la inteligencia artificial y el medio ambiente, las agendas de desarrollo industrial sostenidas en conceptos del siglo XIX. Es anacrónico seguir sosteniendo modelos de gestión centralistas en un país conectado digitalmente entre sí, pero con heridas profundas en sus caminos e infraestructuras y calendarios distintos.
La que viene será una Asamblea Plurinacional muy fragmentada, si no fallan las encuestas más de lo que se prevé. Al mismo tiempo, todos los candidatos han prometido cambios de fondo en el marco de convivencia, lo que probablemente implica un cambio constitucional, algo que será inviable sin acuerdos de fondo y un sistema de pactos de Estado que permita avanzar.
Ninguno de los aspirantes a la presidencia podrá imponer su voluntad, ni por Ley ni por decreto, lo cual es ciertamente un alivio. Las diferentes fuerzas políticas estarán obligadas a ponerse de acuerdo en los temas esenciales para que el país no se detenga, y para corregir los errores.
El bicentenario de Bolivia debía haber generado los espacios de debate, diálogo y consenso que ayudaran precisamente en la hoja de ruta. Pero no. Aun así, tampoco se trata exactamente de una oportunidad perdida, aunque sí, sino de una posibilidad contemporizada. Quizá el mejor fruto de este bicentenario, celebrado en estas condiciones tan politizadas, sea precisamente visualizar la necesidad de los bolivianos de ponerse de acuerdo para salir adelante. Es tiempo de pactar los mínimos, de acordar un Estado de todos y para todos, de desterrar egoísmos, chicanas, corrupciones y fraudes. Es tiempo de empujar una Bolivia mejor y eso requiere por lo menos un acuerdo posterior a las elecciones.