En 1876, el italiano Cesare Lombroso revolucionó la interpretación del Derecho con una teoría sorprendente, pero para entonces indiscutible: la delincuencia era congénita y, por lo mismo, incurable.
El postulado de Lombroso, contemporáneo con la teoría de la evolución de las especies (publicada por Charles Darwin tan solo 17 años antes), fue presentado sobre la base de las afirmaciones científicas de este célebre naturalista inglés. A priori, no parecía demasiado complicado: los criminales eran personas que tenían problemas conductuales porque no habían llegado a evolucionar al mismo nivel que los demás seres humanos.
La teoría lombrosiana no solo se basaba en la evolucionista, sino que también tenía fundamentos filosóficos: consideraba que la compresión del mundo y sus problemas estaba determinada por el tipo de personalidad que venía con el nacimiento y, sumado a esto, todo lo que se aprendía a lo largo de la vida. A lo último agregó elementos tales como el entorno, el medioambiente, la raza y las características físicas y psicológicas de los individuos.
Pero Lombroso todavía fue más allá: hizo una catalogación de los criminales basándose en las características morfológicas de sus cráneos. Demostró, usando piezas óseas de delincuentes fallecidos, que los que correspondían a la categoría de criminales natos tenían en común un hueso frontal menos prominente y anchas mandíbulas. El mundo forense del siglo XIX se rindió ante esas evidencias y comenzó a aplicar las teorías lombrosianas, que se difundieron mediante miles de artículos y una treintena de libros.
Como consecuencia de tales teorías, muchos jueces dictaron sentencia sobre la base de las apariencias de los acusados, considerando que —a tono con Lombroso— estas eran pruebas de su culpabilidad. No era raro que la Policía y el Ejército detuvieran a personas con mandíbulas anchas por creer que estaban genéticamente predispuestas a la comisión de delitos.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Hitler utilizó esas mismas teorías para justificar sus versiones respecto a la supremacía aria y el holocausto nazi. Ese fue uno más de los motivos para que los científicos estudien a fondo los postulados lombrosianos y, finalmente, los desechen al ser científicamente inexactos. Los avances en la citología y el estudio de los cromosomas condujeron a un hallazgo que hasta hoy no ha sido asimilado: las huellas genéticas demostraron que los seres humanos proceden de África, desde donde se expandieron al resto del planeta. Eso echó por tierra todas las teorías sobre razas, porque demostró que la especie humana es una sola y no tiene divisiones.
Hace solo unos días, una diputada chilena, María Luisa Cordero, psiquiatra de profesión, causó controversia al afirmar que los nacidos en la altitud padecen de encefalopatía hipóxica, una condición a la que se llega cuando el cerebro no recibe suficiente oxígeno. Y señaló directamente a los altiplánicos de Bolivia.
Su afirmación fue rebatida —entre otros— por la senadora potosina Daly Santa María y la ministra de Salud, María Renée Castro, que es bióloga y bacterióloga. Ellas, en resumen, dijeron que el organismo humano se adapta a excesos o falta de oxígeno, cuando estos son paulatinos. Precisamente lo que ocurre en lugares de altitud.
¿Será que la diputada chilena —con varios años de servicio en su profesión— no se actualizó y sus conocimientos están al nivel de las teorías lombrosianas? Otra explicación a sus palabras podría ser que su historial de aseveraciones controversiales le ha reportado ganancias económicas, por lo menos a tener espacios en medios de comunicación.
Por lo que fuera, Cordero ha recibido críticas muy bien fundamentadas y no solamente en Bolivia, sino también en su propio país.