Durante mis diversos paseos en bicicleta por el área rural muy cercana a Sucre, me encuentro con escenarios que parecen suspendidos en el tiempo. Chozas de adobe, techos de teja envejecida, campos arados con herramientas manuales y rostros curtidos por el sol, que me hablan de una Bolivia profunda, resistente y, a la vez, olvidada. Esta experiencia me ha brindado una reflexión antípoda: entre la sabiduría ancestral que protege la tierra y la pobreza persistente que limita la vida de quienes la habitan.
Extrapolando esta reflexión, sobre la base de la vivencia con las comunidades rurales de Chuquisaca, pude evidenciar la conservación de prácticas agrícolas que son verdaderos tesoros ecológicos. El uso de abonos naturales, la rotación de cultivos, el respeto por los ciclos lunares y el conocimiento profundo del suelo son parte de un legado que ha sobrevivido al olvido. Estas técnicas, lejos de ser rudimentarias, son sostenibles y resilientes frente al cambio climático. En un mundo que busca desesperadamente soluciones verdes, estas familias ya las aplican: sin discursos ni tecnología, pero con sabiduría y convicción.
Sin embargo, esta misma permanencia en el tiempo tiene un costo. El aislamiento geográfico, la falta de acceso a servicios básicos y la escasa inversión pública han condenado a muchas de estas familias a vivir en condiciones de pobreza extrema. La producción agrícola, aunque respetuosa del medioambiente, es insuficiente para garantizar una alimentación adecuada. La dieta diaria suele ser monótona y carente de nutrientes esenciales. La diversidad alimentaria es un lujo, y el acceso a frutas, proteínas o suplementos nutricionales está fuera del alcance económico de la mayoría. Esta carencia se traduce en malnutrición infantil, enfermedades prevenibles y un ciclo de pobreza que se perpetúa.
La paradoja es evidente: ¿cómo avanzar sin destruir lo valioso? ¿Cómo integrar estas comunidades al siglo XXI sin borrar su identidad? La respuesta no está en imponer modelos externos, sino en fortalecer lo propio. Es urgente diseñar políticas públicas que reconozcan el valor de las prácticas ancestrales, pero que también garanticen acceso a educación, salud, infraestructura y mercados justos. La tecnología puede ser una aliada, siempre que se adapte al contexto y respete la cultura local.
La imagen de una choza solitaria en medio del paisaje árido no es solo una postal nostálgica. Es una voz que clama por atención. Es el reflejo de una Bolivia que aún vive en el margen de las estadísticas, pero que guarda en sus manos el conocimiento que podría salvarnos a todos. El tiempo detenido en Chuquisaca no debe ser motivo de lástima, sino de compromiso. Porque en estas tierras hay futuro. Solo hace falta escucharlo, entenderlo… y actuar.
La ruralidad no puede seguir siendo sinónimo de abandono. Es hora de que el Gobierno nacional y los gobiernos subnacionales miren hacia sus raíces no como un vestigio del pasado, sino como una fuente de soluciones para el presente. La agricultura familiar, si es apoyada con recursos, capacitación y sobre todo el acceso a mercados, puede convertirse en un motor de desarrollo sostenible. Pero para ello se necesita voluntad política, inversión estratégica y, sobre todo, sensibilidad humana.
Como ciudadano, como observador y como alguien que recorre estos caminos en bicicleta, no puedo dejar de pensar que cada kilómetro recorrido es también una metáfora del largo trayecto que aún debemos recorrer como sociedad. Un trayecto que no debe olvidar a quienes viven en las laderas, en los valles, en las quebradas… en esos lugares donde el tiempo parece haberse detenido, pero donde la esperanza aún respira.