La corrupción es un cáncer que carcome las bases del Estado y erosiona la confianza ciudadana. Todos los candidatos siempre han hecho promesas para atajar este mal; sin embargo, cuando se trata de tomar medidas concretas, viables y efectivas, reina la inacción o, peor aún, la complicidad.
No se trata de un fenómeno abstracto. Se expresa en los sobreprecios de los caminos que se hunden al primer aguacero, en los hospitales que se inauguran sin equipos ni personal, en la compra irregular de respiradores en plena pandemia, en las piscinas del litio que se agrietan antes de inaugurarse, en las coimas para conseguir un puesto público o en una sentencia judicial. Cada boliviano conoce, por experiencia propia o cercana, un caso de corrupción cotidiana: un trámite que solo avanza “con un incentivo”, un contrato que se adjudica al “amigo del poder”, un juez que dicta sentencia a cambio de favores…
El resultado es devastador: servicios públicos ineficientes, empresas privadas que compiten en desventaja frente a las que sobornan, recursos estatales despilfarrados y, en consecuencia, una ciudadanía que ha perdido —hace mucho tiempo— la fe en las instituciones.
No basta con leyes grandilocuentes o con crear más comisiones de fiscalización que terminan siendo utilizadas para la persecución política. Son necesarias medidas puntuales y ejecutables ya. Muchas se han utilizado en el extranjero con éxito, otras las esbozan los candidatos y anotarlas siempre es bueno para fiscalizar después:
Digitalización radical de trámites públicos, como se ha hecho en Estonia o, sin ir tan lejos, en Uruguay. Si el ciudadano no tiene que interactuar cara a cara con un funcionario, se reduce drásticamente la oportunidad de pedir coimas. En Bolivia, la Aduana y el RUAT han dado pasos en esa dirección, pero aún conviven con ventanillas oscuras donde florece la extorsión.
Declaración y verificación patrimonial obligatoria de jueces, fiscales y altos funcionarios. No sirve que se presenten formularios que nadie revisa: hace falta una unidad independiente que cruce datos con cuentas bancarias y bienes registrales.
Protección real a denunciantes y periodistas de investigación. Hoy, quien se anima a revelar un caso de corrupción se expone a represalias, procesos y amenazas. Sin protección, el silencio sigue siendo la norma.
Contrataciones públicas transparentes y abiertas. En lugar de licitaciones hechas a medida, plataformas digitales accesibles donde cualquier ciudadano pueda ver en qué se gasta cada boliviano y quién gana los contratos.
Sanción ejemplar a los responsables. No importa de qué partido provengan ni qué apellido tengan, la corrupción seguirá siendo rentable mientras la impunidad sea la regla.
En definitiva, no se derrota a la corrupción con discursos ni con cruzadas selectivas, sino con instituciones sólidas, controles imparciales y participación ciudadana. El ciudadano debe exigir resultados medibles: menos trámites engorrosos, más juicios concluidos, transparencia en cada boliviano gastado.
La historia reciente enseña que cuando la corrupción alcanza niveles insoportables, la sociedad responde con indignación y rupturas traumáticas. No se puede seguir esperando a que estalle la próxima crisis para reaccionar. Bolivia requiere, hoy mismo, de un pacto mínimo de decencia. Porque sin transparencia no habrá inversión, sin justicia no habrá desarrollo y sin ética pública no habrá democracia que resista.