En España, la familia Alcántara de la serie: “Cuéntame cómo pasó” narró con nostalgia y crudeza los cambios de un país que transitaba del franquismo a la democracia. En Estados Unidos, los Arnold de “Los años maravillosos (The Wonder Years)” representaban, a través de los ojos de Kevin, la vida familiar en medio de las transformaciones sociales de los sesenta. Ambas series nos recuerdan que la historia puede contarse desde lo íntimo, desde los ojos de quienes la vivieron.
Mi propia vida, iniciada en 1962, bien podría ser otra serie, aunque de un tono mucho más áspero, donde la infancia se confundía con la rigidez de los uniformes militares, los toques de queda y el silencio impuesto. El Plan Cóndor atravesaba nuestras fronteras, convirtiendo al continente en un tablero de operaciones de vigilancia y represión. Desde niño aprendí que las democracias podían nacer y morir en semanas, que un golpe de Estado podía cambiar de un plumazo los destinos colectivos.
La adolescencia me mostró otro rostro del poder: el narcotráfico, que se instaló en el discurso oficial y en la economía clandestina, empujando al país a ser escenario de una guerra global. Entre tanto, las crisis económicas golpeaban con fuerza: hiperinflación, ajustes estructurales, devaluaciones y una pobreza que se hacía paisaje cotidiano. Sin embargo, en medio de la dureza, el pueblo boliviano nunca dejó de resistir. Protestas, marchas y huelgas fueron la voz de quienes se negaban a desaparecer en la resignación.
El retorno a la democracia en los ochenta fue un respiro. No significó la solución inmediata de los problemas, pero abrió una ventana a la esperanza. El voto se convirtió en arma legítima y la protesta en memoria activa. Aprendimos, a golpes de realidad, que la democracia es frágil y que defenderla implica más que ir a las urnas: exige vigilancia, conciencia y compromiso.
Con más de seis décadas de vida, he visto cómo Bolivia escribe y reescribe sus capítulos, sin cerrar nunca del todo los anteriores. Golpes, gobiernos militares, transiciones democráticas, conflictos sociales, bonanzas pasajeras y crisis recurrentes, que han marcado la vida de una generación que, como la mía, aprendió a sobrevivir a los cambios de libreto.
Hoy, mientras el calendario marca la proximidad del 19 de octubre, día en que el país elegirá y posesionará a un nuevo gobierno el 8 de noviembre, no puedo evitar mirar hacia atrás y pensar en lo mucho que hemos transitado. Ese día marcará el inicio de un ciclo distinto. No será el final de la serie, pero sí una nueva temporada cargada de expectativas, incertidumbres y anhelos.
Mi deseo, íntimo y ciudadano, es que este nuevo ciclo no repita los fantasmas de dictaduras ni el desgaste de gobiernos incapaces de responder a las demandas sociales. Aspiro a que se convierta en una etapa en la que la democracia no sea solo un procedimiento electoral, sino una forma de vida donde se respete la dignidad, se combata la desigualdad y se construya convivencia.
La historia de mi generación no fue de “Años Maravillosos”, como en la televisión norteamericana, pero tampoco careció de esperanza. Nuestra narrativa es la de un país que se resiste a rendirse, que se levanta tras cada crisis, que reinventa sus sueños en medio de la adversidad.
Al mirar atrás, no solo quiero contar cómo sobrevivimos a dictaduras y crisis, sino también cómo aprendimos a valorar la libertad y a defender la democracia. Esos serán, quizás, los verdaderos “Años Maravillosos” que aún nos debemos y que, con suerte, el nuevo ciclo político pueda comenzar a escribir.