Las altas temperaturas que superan los 40 grados en el Oriente y en el Chaco, sumadas a niveles nuevamente bajos en represas y reservorios, hacen reflotar el fantasma de la sequía en Bolivia.
A esta situación se añade el fuego, que no solo arrasa con bosques y cultivos sino que compromete directamente las cuencas abastecedoras de agua a la población. La combinación de estos fenómenos amenaza la producción agrícola y ganadera y, también, a la seguridad hídrica de miles de familias en diferentes zonas del país.
Siempre se la creyó suficiente, pero el agua, hoy por hoy, se revela como un recurso frágil, vulnerable y finito. Más de 500 represas y embalses sostienen cada día a comunidades productivas del sur, que ven cómo sus fuentes se reducen hasta en un 40%.
El drama no es únicamente rural: los sistemas de agua potable en varias poblaciones ya enfrentan dificultades para abastecer a sus habitantes. Las lluvias —con granizo— de los primeros días de octubre no palían la situación, más bien generan otros problemas.
El agua dejó de ser un recurso garantizado: solo con responsabilidad estatal y conciencia ciudadana será posible proteger las fuentes que sostienen la vida y el futuro.
La emergencia declarada por las organizaciones campesinas y pueblos indígenas es un llamado de atención que no puede ser ignorado. El riesgo no se limita a la pérdida de cultivos de maíz, papa u hortalizas; tampoco al deterioro del ganado bovino y caprino. Está en juego la estabilidad de comunidades enteras y, con ella, la cohesión social. Cuando falta agua para beber, cocinar o sembrar, las tensiones se multiplican y la convivencia se pone a prueba.
En paralelo, los incendios y desmontes agravan un cuadro que de por sí es crítico. Las cifras estremecen: más de 10 millones de hectáreas arrasadas en 2024 —el doble de lo que ardió en 2019, que ya fue extraordinario—. Cada árbol perdido, cada hectárea quemada, es menos agua que se infiltra en los suelos, menos vida que sostiene nuestros ríos y menos capacidad de resiliencia frente a los efectos del cambio climático. No se trata solo de naturaleza, sino de economía, de salud pública y de supervivencia.
El panorama exige responsabilidad inmediata de todos los niveles del Estado. Dotación de cisternas, perforación de pozos, control eficiente de los sistemas de riego, planes de contingencia reales y no solo declaraciones en papel. También requiere una mirada de largo plazo: educación ambiental, freno efectivo a los chaqueos ilegales, políticas de ordenamiento territorial que protejan las áreas de recarga hídrica, y un compromiso serio con la gestión integral del agua.
La gente debe entender que el cuidado del agua no es tarea exclusiva de autoridades o dirigentes campesinos. La conciencia ciudadana y la acción comunitaria resultan claves. Ahorrar, reforestar, vigilar los desmontes, denunciar incendios, cada gesto suma en la defensa de un recurso que ya no se puede dar por sentado.
El agua es vida, dice la consigna tantas veces repetida. Hoy, esa verdad se impone con crudeza. Bolivia tiene el reto de superar las sequías de este año y de garantizar que las fuentes hídricas. Solo si se transforma la emergencia en compromiso se podrá asegurar que las futuras generaciones no hereden un desierto donde alguna vez hubo ríos, lagunas y represas que dieron sustento a la población y, en muchas ocasiones, hasta razones para reforzar la identidad nacional.