Bolivia atraviesa por una crisis económica que, como toda tormenta, amenaza con arrastrar conquistas que costaron décadas; entre ellas, la más significativa en términos institucionales, el Estado autonómico. En los últimos años, con el argumento de la urgencia fiscal y la necesidad de ordenar las finanzas públicas, se han ido multiplicando los intentos de recentralizar competencias, recursos y decisiones mientras se hacen oídos sordos a las verdaderas necesidades. El plan no siempre se aplica de manera abierta, sino bajo la forma de decretos administrativos o de ajustes temporales que en la práctica debilitan la capacidad de los gobiernos subnacionales de responder a su gente.
En tiempos de crisis, la tentación centralista es fuerte. El poder político se convence de que solo concentrando los recursos podrá “salvar al país”. Pero la experiencia boliviana —y de tantos otros países en desarrollo— demuestra lo contrario: la concentración asfixia, mientras que la descentralización potencia. Las regiones y municipios conocen de primera mano las necesidades de la población y están en mejores condiciones de diseñar respuestas adecuadas. Despojarlas de competencias y recursos equivale a condenar a la ciudadanía a soluciones tardías, burocráticas y poco efectivas.
El Estado autonómico no es un lujo ni una concesión: es la forma que Bolivia encontró para reconciliar su diversidad geográfica, cultural y económica con un proyecto nacional compartido. Allá donde se aplicó, la autonomía permitió canalizar demandas históricas y procesar tensiones que, de otro modo, hubiesen derivado en fracturas profundas. Y en municipios rurales pequeños abrió la puerta a la planificación comunitaria y a la inversión en servicios básicos que el centralismo descuidó.
Por supuesto, el sistema autonómico boliviano está lejos de ser perfecto. Los gobiernos subnacionales han mostrado, en más de una ocasión, debilidades de gestión, falta de transparencia e incluso prácticas clientelares. Pero esos defectos no invalidan el modelo; por el contrario, lo obligan a perfeccionarse. La solución no es volver atrás, sino avanzar hacia mecanismos más sólidos de rendición de cuentas, coordinación fiscal responsable y fortalecimiento de capacidades locales.
La crisis económica actual debería ser la oportunidad para profundizar el modelo autonómico, no para sepultarlo. Un pacto fiscal honesto, que distribuya cargas y beneficios de manera equitativa, es inaplazable. Así como lo es la construcción de un verdadero sistema de corresponsabilidad, donde las autonomías no sean vistas como rivales del nivel central sino como socios estratégicos en la tarea de sostener el país en tiempos difíciles.
Bolivia necesita más autonomía, no menos. Porque solo con regiones empoderadas y municipios capaces de responder con eficacia se podrá mantener la cohesión social y la esperanza en medio de la tormenta. Recentralizar puede dar una ilusión de control inmediato, pero es pan para hoy y hambre para mañana. El camino de la autonomía resulta más complejo, pero también más democrático y sostenible. Y en un país donde la confianza en las instituciones es frágil, fortalecer el Estado autonómico es revalidar la promesa misma de futuro compartido.
Algunas regiones han logrado llevar la autonomía por caminos que demuestran que el sistema funciona. Regiones como Potosí, por ejemplo, reclaman aplicar una incluso más radical. Se trata de un tema que deberán encarar tanto el nuevo gobierno como la próxima legislatura.