Se habla de ‘Estado de Bienestar’ o ‘Estado del Bienestar’, así como de ‘Estado Providencial’ o ‘Estado Benefactor’, para referirse a un modelo general de administración del Estado, según el cual este último debe proveer a los habitantes de un país de los servicios básicos, en cumplimiento con los derechos sociales de la ciudadanía.
El Estado de Bienestar es un modelo sociopolítico y económico que parte de la idea de la justicia social y apunta a que el Estado maneje las reglas de juego de la sociedad, para garantizar que la menor cantidad posible de ciudadanos estén desprovistos de sus derechos mínimos fundamentales.
Así, un Estado del Bienestar en Bolivia puede sonar, para algunos, a utopía. Sin embargo, más allá de los mitos del presente, la historia demuestra que los países que lograron mayores niveles de cohesión social, productividad y estabilidad política lo hicieron sobre la base de sistemas sólidos de salud, educación, pensiones y protección social. El desafío en nuestro caso no radica en la falta de diagnósticos, sino en cómo articular esas políticas en un país donde la informalidad laboral y fiscal supera el 70 por ciento y erosiona cualquier intento de sostenibilidad.
El primer paso fundamental será reconocer que un Estado del Bienestar no se financia de la nada: requiere una base tributaria amplia, equitativa y eficiente. Hoy la carga fiscal recae en un reducido grupo de contribuyentes formales, mientras millones de bolivianos trabajan fuera de ese radar. Lo mismo ocurre con las empresas, especialmente en los sectores más productivos, donde el aporte al erario público resulta minúsculo.
No se trata de criminalizar la informalidad —muchas veces, la única alternativa de subsistencia— sino de generar incentivos para la formalización y crear conciencia de que lo público es de todos y que, del mismo modo, depende del esfuerzo de todos. Facilitar trámites, simplificar impuestos, ofrecer beneficios concretos como acceso al crédito, seguridad social y jubilación mínima pueden ser la palanca que invite a cruzar la frontera de la informalidad, principalmente si se sostiene que el Estado no tiene que jugar a ser empresario y, por ende, sus ingresos deben depender de impuestos y no de utilidades.
El segundo paso será la universalización gradual de derechos. No basta con bonos fragmentados o subsidios temporales, Bolivia debe avanzar hacia una pensión mínima universal, un seguro de salud garantizado y una educación pública de calidad, financiados con recursos internos bien administrados. Ello implica, también, cerrar las fugas: la evasión y el contrabando, tan corrosivos como la corrupción que carcome instituciones.
Finalmente, un Estado del Bienestar requerirá de consensos políticos y sociales duraderos. Ningún gobierno, por sí solo, puede consolidarlo en un período de cinco años. Se necesita visión de Estado y voluntad de pacto, porque el bienestar colectivo no es patrimonio de un partido, sino un proyecto de nación.
El país no parte de cero. La Renta Dignidad (aunque sea indigna), las reformas de las pensiones, los seguros de salud y la expansión educativa de las últimas décadas son semillas de un modelo más justo, pero aún incompleto y frágil.
En medio de discursos individualistas que no se adecuan a las características de la nación boliviana, construir un Estado del Bienestar en medio de la informalidad parece un reto mayúsculo. Pero seguir postergándolo es aún más costoso: significa perpetuar la desigualdad, la inestabilidad y el desencanto.