El balotaje y sus resultados oficiales marcaron el final de la campaña electoral más larga de los últimos tiempos, debido, precisamente, a la inédita segunda vuelta: nunca antes en Bolivia se había necesitado de dos comicios para elegir presidente.
Esto permite a la población respirar aliviada, lo que no significa olvidar lo vivido: un proceso no exento de inconsistencias, discrecionalidades y trampas burocráticas que hacen más difícil la participación ciudadana.
La normativa electoral debe servir para garantizar elecciones limpias y transparentes, pero no es admisible que se use ese objetivo como pretexto para atropellar otros derechos constitucionales como, por ejemplo, el de la libertad de expresión.
Ahora que pasaron las elecciones se puede ir pensando en varias reformas, por ejemplo la de la Ley Electoral. No para favorecer a nadie, sino para devolverle fluidez, sentido y confianza a la democracia.
El actual sistema parece diseñado por abogados que desconfían del ciudadano. Cada paso del proceso, desde la inscripción de candidaturas hasta el conteo final, está encadenado a una maraña de plazos, formularios y prohibiciones que, en vez de fortalecer la transparencia, la debilitan. El colofón es el absurdo “silencio electoral” de tres días, que ni las redes sociales respetan ni el ciudadano común entiende. ¿A quién beneficia el mutismo forzado en tiempos de hipercomunicación? A nadie, salvo a los tramposos que aprovechan el silencio de los demás. Igual de irracional resulta el plazo de dos meses entre la primera y la segunda vuelta. En un país crispado y empobrecido, dos meses de incertidumbre equivalen a dos meses de parálisis económica, de polarización en redes, de rumores y de inestabilidad. La democracia no se mide por la duración de sus procesos, sino por su claridad y eficacia. En otras latitudes, los balotajes se celebran en cuestión de semanas, y los resultados se asumen con mayor madurez.
Una democracia madura requiere reglas simples, previsibles y justas, no un reglamento que cambia según el viento político ni decisiones que se explican más por el temor al escándalo que por la convicción jurídica.
Reformar la Ley Electoral no significa abrir la puerta al desorden, sino al sentido común. Significa reducir formalismos inútiles, acortar plazos y, sobre todo, garantizar que la voz de los ciudadanos pese más que el timbre de una notificación. La política boliviana necesita menos miedo a la participación y más confianza en la inteligencia colectiva.
Las autoridades electas deberían asumir este reto desde el primer día. Porque de poco sirve cambiar presidentes si seguimos atados a una ley que trata al votante como sospechoso y al proceso como trámite. La democracia, cuando se vuelve un ritual burocrático, empieza a morir por dentro.
Los vientos de cambio deben ser aprovechados para barrer con la tediosa burocracia.