La deuda más antigua

EDITORIAL Editorial Correo del Sur 28/10/2025
PUBLICITE AQUÍ

La crisis económica no solo ha puesto en evidencia las limitaciones que el país arrastraba desde hacía décadas, sino que también ha vuelto a mostrar un rostro que poco o nada ha cambiado en 200 años de vida como Estado independiente, el de la pobreza.

La pobreza, en tanto condición de imposibilidad de satisfacer las necesidades físicas y psicológicas básicas de una persona, de un grupo o de una región geográfica en la que están asentadas determinadas familias, se ha manifestado —de una u otra manera— desde siempre en los tiempos contemporáneos. En Bolivia, donde el discurso del crecimiento económico convive con calles llenas de vendedores informales, barrios sin agua potable y familias que dependen de la caridad para sobrevivir, erradicarla es un desafío histórico que ningún gobierno ha logrado encarar con la seriedad y la coherencia que merece, pues los avances se diluyeron tan pronto como el precio del gas bajó.

La crisis ha demostrado que ser pobre en Bolivia no solo significa carecer de ingresos, sino sufrir una doble condena: una, económica; la otra, moral. El maltrato cotidiano —esa mirada que juzga, la burocracia que humilla, la escuela que excluye o el hospital que no atiende— erosiona la dignidad de millones de ciudadanos. Se habla de inclusión, pero, aún hoy, demasiadas puertas siguen cerradas para quienes más las necesitan.

Según los estándares internacionales, una de cada diez personas en las regiones en desarrollo vive con menos de 1,90 dólares al día. En Bolivia, las cifras oficiales pueden maquillarse, pero el rostro de la pobreza no miente: se ve en los niños que recorren kilómetros para ir a la escuela, en las mujeres que sostienen hogares con trabajos precarios, en los jóvenes que migran porque el mercado laboral local no los quiere. Y también, en el campo que sigue abandonado por políticas extractivistas que prometen desarrollo, pero solo extraen recursos y esperanzas.

El gobierno a instalarse en noviembre deberá entender que la lucha contra la pobreza no se gana con bonos o subsidios que alivian, pero no transforman. Hace falta una estrategia integral que conecte producción, educación y justicia social. No se trata de repartir más, sino de generar mejor. De garantizar que el crecimiento económico no se concentre en pocas manos ni dependa eternamente de materias primas.

Combatir la pobreza implica reformar las instituciones para que dejen de ser cómplices del maltrato estructural. Significa diseñar políticas que fortalezcan la educación pública, impulsen el empleo digno y fomenten una economía productiva de verdad, donde la innovación y el trabajo humano valgan más que la renta fácil del Estado. Implica, además, una mirada ética: dejar de culpar a los pobres por su pobreza y asumir colectivamente que la desigualdad es un fracaso del país entero.

Bolivia ha demostrado una y otra vez su capacidad de resistir, pero ya no basta con eso, ni siquiera a título de heroísmo. La pobreza constituye una herida abierta en el cuerpo social; para sanarla hace falta voluntad política, empatía y una visión de futuro que trascienda la coyuntura electoral. El primer objetivo de desarrollo sostenible de la Organización de las Naciones Unidas es “poner fin a la pobreza en todas sus formas y en todo el mundo” y no debería ser un sueño lejano, sino un mandato moral.

Gobernantes y gobernados deben tomar conciencia de que un país que normaliza el hambre, el desempleo y la exclusión no puede considerarse completamente libre.

Compartir:
Más artículos del autor


Lo más leido

1
2
3
4
5
1
2
3
4
5
Suplementos


    ECOS


    Péndulo Político


    Mi Doctor