Bolivia atraviesa una de las crisis alimentarias más graves de las últimas décadas. Según el último informe del Global Hunger Index 2025, nuestro país ocupa el primer lugar en Sudamérica con mayores niveles de hambre y desnutrición. Esta alarmante realidad no solo refleja una caída coyuntural de la producción agrícola o los efectos de fenómenos climáticos extremos, sino un síntoma estructural que desnuda la ausencia de una estrategia nacional y territorial coherente que vincule el desarrollo económico con la seguridad alimentaria. Detrás de los números hay rostros: familias que reducen sus porciones diarias, agricultores que no logran cubrir sus costos de producción, y niños que llegan a la escuela sin haber desayunado.
El contexto macroeconómico agrava el problema. Las proyecciones del Banco Mundial y la Universidad Privada Boliviana advierten una contracción del PIB entre −0,5% y −1,5% en los próximos tres años, una inflación alimentaria persistente y una pérdida sostenida del poder adquisitivo. En el área rural, la sequía, el estrés hídrico y la degradación de suelos reducen los rendimientos; mientras que, en las ciudades, el encarecimiento de los alimentos básicos tensiona el presupuesto familiar y debilita la seguridad nutricional de millones de bolivianos.
En este escenario, la crisis alimentaria deja de ser un tema sectorial para convertirse en un desafío nacional. Ya no basta con importar alimentos ni depender de los mercados externos: es necesario reconstruir la soberanía productiva desde el territorio, promoviendo una alianza sólida entre productores, instituciones públicas, universidades, empresas privadas, consumidores y cooperación internacional. Es tiempo de comprender que sembrar esperanza para alimentar el futuro inmediato, no significa solo cultivar más hectáreas, sino cultivar nuevas formas de pensar el desarrollo, con base en la sostenibilidad, la innovación y la inclusión.
En Chuquisaca, este enfoque puede convertirse en una realidad tangible mediante la instalación de un Cluster Departamental Agroalimentario, articulado a través del resurgimiento de la Plataforma de Articulación para el Comercio Interno y las Exportaciones, propuesta que retoma una experiencia exitosa de coordinación público–privada ya comprobada. Esta plataforma permitiría generar sinergias entre los sectores agrícola, industrial, gastronómico, turístico y tecnológico, convirtiendo al territorio en un verdadero ecosistema económico, donde el campo y la ciudad trabajen de manera integrada.
Su funcionamiento facilitaría la conexión directa entre productores y consumidores, reduciendo intermediaciones y pérdidas postcosecha; impulsaría el valor agregado mediante pequeñas plantas de transformación; promovería la trazabilidad y calidad de los alimentos; y fomentaría la innovación en cadenas productivas con enfoque de resiliencia climática. Así, un tomate cultivado en las riberas del rio Chico o una hortaliza de Zudañez podrían llegar a la mesa del consumidor sucrense o al plato de un turista, generando empleo, arraigo y orgullo local.
A través de este modelo, la seguridad alimentaria se convierte en motor del desarrollo económico territorial. No se trata únicamente de garantizar el acceso a alimentos sanos y nutritivos, sino de impulsar la producción local como estrategia de crecimiento, fortalecimiento institucional y generación de empleo digno. Un agricultor que tiene mercado y precio justo no abandona su tierra; un joven que encuentra oportunidades en la transformación de alimentos no emigra; y, una familia que produce y consume localmente construye soberanía alimentaria.
Para alcanzar este propósito, es imprescindible fortalecer la gobernanza territorial. Se requiere voluntad política de los gobiernos departamentales y municipales para priorizar el tema alimentario en sus planes de desarrollo, pero también una ciudadanía activa y un sector privado comprometido con la sostenibilidad. La cooperación internacional, por su parte, tiene la oportunidad de invertir en procesos probados, con alto impacto y efecto multiplicador.
De cara a las elecciones departamentales y municipales de 2026, los candidatos deben comprender que la alimentación no es un tema asistencial ni caritativo, sino un pilar estructural de la estabilidad social y económica. Incluir la seguridad alimentaria como política pública prioritaria no solo significa aliviar el hambre, sino también dinamizar la economía local, reducir la dependencia externa y crear nuevas oportunidades de innovación y emprendimiento.
Chuquisaca, por su vocación agropecuaria, su tradición gastronómica y su creciente ecosistema turístico y tecnológico, tiene las condiciones para ser el laboratorio nacional de un modelo de desarrollo integral basado en la producción y el valor agregado de los alimentos. Este modelo no solo alimenta cuerpos, sino también esperanzas: la esperanza de que Bolivia vuelva a producir lo que consume, de que el trabajo rural sea reconocido y rentable, y de que las ciudades se conviertan en aliadas del campo y no en su destino final.
El hambre no espera, y tampoco lo hace la esperanza de un pueblo que aún cree en su capacidad de sembrar, producir y transformar. Por eso, más que un llamado técnico, este es un llamado ético y político: a sembrar esperanza para alimentar el futuro, a convertir la crisis en oportunidad, y a entender que el verdadero progreso no se mide solo en cifras macroeconómicas, sino en la dignidad de cada hogar que puede poner un plato de comida sana sobre su mesa.
Porque al final, sembrar futuro es alimentar dignidad, y alimentar dignidad es construir nación.