La ciudadanía, a través del voto, cumplió con su parte en el reciente proceso electoral, ahora viene lo más difícil: que los políticos elegidos sean capaces de canalizar de la mejor manera las esperanzas y —por qué no también— las frustraciones, algunas de ellas históricas, del pueblo boliviano, ofreciendo una salida legítima a un tiempo de incertidumbre.
Las urnas, aunque poderosas, no resuelven los problemas por sí solas. Lo complicado está en gobernar un país exhausto como lo es Bolivia, con una economía al límite y una institucionalidad en crisis. Eso, sumado a la falta de confianza que han instalado en el inconsciente colectivo sucesivas malas experiencias políticas.
El presidente electo, Rodrigo Paz, que este miércoles junto con su vicepresidente Edmand Lara recibirán sus credenciales en la Casa de la Libertad, en Sucre, deberá afrontar de inmediato dos asuntos urgentes: el abastecimiento de combustibles y la distorsión cambiaria. La primera ha puesto en jaque la vida cotidiana de millones de bolivianos: transporte paralizado, sectores productivos en tensión, mercados desabastecidos y un malestar social que crece al ritmo de las colas en las estaciones de servicio y la impotencia. No hay margen para el titubeo ni para los parches: se necesita una política energética transparente, con decisiones valientes que devuelvan previsibilidad al país, sin cargar el peso sobre los más vulnerables.
La segunda —la crisis del dólar— exige la misma determinación. El mercado paralelo se ha instalado como una realidad que premia la especulación. No se trata solo de ajustar cifras, sino de reconstruir credibilidad: la confianza perdida en el sistema financiero, en las reglas del juego, en la palabra del Estado. Cualquier intento de estabilización económica será inútil si el Gobierno no comunica con claridad, si no rinde cuentas ni muestra coherencia entre el discurso y la práctica: nadie quiere perder valor ni de su dinero ni de sus bienes, aunque se viva en una fantasía paralela.
A la urgencia económica se suma un desafío institucional de enorme envergadura: la reforma de la justicia. Bolivia necesita un nuevo pacto judicial, con jueces elegidos por mérito, sin padrinos políticos ni cuotas partidarias. La corrupción en los tribunales ha sido desde siempre una herida abierta que contamina todo lo demás: la inversión, la convivencia, el respeto por la ley.
Y lo mismo vale, por ejemplo, para la Gestora Pública. La administración de los fondos de pensiones debe ser un ejemplo de transparencia y responsabilidad, no un botín político ni un espacio de improvisación.
El país no necesita un redentor ni un caudillo, tampoco un cobarde incapaz de tomar decisiones. Lo que se espera de ahora en adelante es don de mando, autoridad, sin que ello significa ausencia de humildad. El nuevo presidente tiene que escuchar más que hablar, rodearse de los mejores y no de los más leales, entender que el poder solo se sostiene si se ejerce con responsabilidad. La gobernabilidad no se impone; se construye, día a día, con diálogo y resultados.
Bolivia ha sobrevivido a todo: hiperinflación, dictaduras, bloqueos, crisis del gas, pandemias y desencantos. Y siempre ha salido adelante por la fuerza de su gente. Esta vez no será diferente. El país volverá a trabajar, a resistir y a producir con o sin apoyo. Pero sería imperdonable desaprovechar este momento que anticipa un nuevo comienzo de reconstrucción nacional.
A Paz le ha llegado la hora de gobernar con la legitimidad de la confianza de la gente. Tendría que hacerlo con la cabeza fría, con corazón firme y con la conciencia de que el poder se ejerce para servir.