En estos días, mientras Bolivia asimila la transición política y las expectativas de un nuevo gobierno, Sucre vuelve a ocupar un lugar simbólico en la conversación nacional; cada cambio de ciclo revive el espíritu republicano que habita en la capital histórica, donde nació la independencia y donde se forjaron los cimientos del país. Sin embargo, entre gestos de unidad y ceremonias solemnes, persiste una pregunta que atraviesa la conciencia colectiva: ¿Cómo puede Sucre recuperar el rol que la historia le asignó, si hoy se encuentra atrapada entre el estancamiento productivo y la falta de visión estratégica?
Desde hace años, Chuquisaca ha quedado en una posición de espectadora frente al desarrollo nacional; mientras otras regiones diversifican su economía y amplían su base productiva, Sucre mantiene un ritmo pausado, que contrasta con su riqueza patrimonial, arquitectónica y académica. Su prestigio histórico sostiene su identidad, pero no se traduce en bienestar ni en oportunidades. La migración de jóvenes, el empleo precario y la escasa industrialización evidencian una estructura económica débil y desarticulada.
A esto se suma el centralismo de decisiones que favorece a otras regiones, además de la dispersión de esfuerzos locales que impide consolidar proyectos sostenibles. El desafío no reside únicamente en la falta de recursos, sino en la ausencia de un proyecto común de desarrollo, destacando que Chuquisaca ha producido ideas valiosas, pero descoordinadas.
Las instituciones públicas, privadas y universitarias avanzan por caminos paralelos, sin establecer sinergias duraderas; esa falta de articulación genera brechas entre la formación profesional y la demanda laboral, entre el potencial turístico y su aprovechamiento real, entre la riqueza agrícola y la carencia de valor agregado.
Así, Sucre produce talento, cultura y alimentos, pero no logra convertirlos en motores de prosperidad. El nuevo contexto político ofrece una oportunidad distinta: la presencia de autoridades nacionales con raíces chuquisaqueñas y la creciente demanda social de un desarrollo más equitativo podrían transformar el panorama, si existe voluntad de acción y coordinación. Pero las oportunidades no se materializan con discursos ni con visitas protocolares.
Sucre debe pasar de la expectativa a la construcción, y convocar a todos sus actores para definir una hoja de ruta común; para el efecto, se requiere un acuerdo de largo aliento, que combine liderazgo institucional, visión empresarial y participación ciudadana, no para elaborar un nuevo documento de intenciones, sino para ejecutar un verdadero pacto de acción colectiva.
Una estrategia efectiva podría estructurarse en torno a cuatro ejes complementarios: el primero, fortalecer el emprendimiento local mediante incubadoras y plataformas digitales, que conecten la producción regional con los mercados nacionales e internacionales; el segundo, dinamizar el turismo identitario, promoviendo experiencias culturales, gastronómicas y patrimoniales que generen empleo y valor añadido.
El tercero, impulsar la innovación universitaria orientada a resolver problemas concretos del agro, la industria y los servicios; y el cuarto, consolidar una plataforma de concertación público-privada, capaz de coordinar proyectos estratégicos, atraer inversión y garantizar continuidad institucional. El éxito de este proceso dependerá de los compromisos que se asuman y no de los discursos que se pronuncien.
Los gobiernos locales deben priorizar obras con impacto productivo y social; las universidades necesitan abrirse a la cooperación empresarial y convertir el conocimiento en tecnología útil; los emprendedores deben apostar por la calidad y la innovación, y la ciudadanía tiene que entender que el desarrollo no llega como una dádiva.
El desarrollo se construye con trabajo conjunto, responsabilidad y perseverancia. Sucre no puede seguir siendo solo el museo de la patria, debe transformarse en el laboratorio donde se diseñe el futuro. Su capital humano, su riqueza cultural y su ubicación estratégica le otorgan todas las condiciones para liderar un proceso de desarrollo descentralizado.
Si logra articular sus capacidades y coordinar sus esfuerzos, puede volver a ser el faro que oriente el rumbo nacional, y demostrar que el equilibrio territorial no es una utopía, sino una posibilidad alcanzable cuando la voluntad política se une a la acción ciudadana. Bolivia necesita mirar nuevamente a Sucre, no como un símbolo detenido en el tiempo, sino como la promesa viva de un país capaz de reinventarse desde su historia.
La capital constitucional puede ser, otra vez, el punto de encuentro entre la memoria y el futuro, entre la identidad y el progreso; porque cuando Sucre despierta y se reconoce en su fuerza creadora. Bolivia entera se mira en su espejo y descubre su mejor versión.