Frenar el crimen

EDITORIAL Editorial Correo del Sur 02/12/2025
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La inmensa mayoría de los países no ha podido erradicar el crimen. A lo largo de la historia, con el paso de los años, la delincuencia individual dio paso a la comisión de delitos de manera colectiva y de allí se pasó a las asociaciones para delinquir, lo que se conoce como mafias.

A mediados de noviembre, al recordar la importancia de combatir el delito, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) lanzó el lema “El crimen roba, corrompe y mata”, con el que se busca recordar que el crimen organizado no es solo un problema policial, sino una amenaza sistémica que debilita la democracia, destruye economías legítimas y socava la confianza ciudadana en las instituciones.

Bolivia no es ajena a este fenómeno. En los últimos años, la expansión del narcotráfico, la minería ilegal, el contrabando y el lavado de dinero han tejido una red que penetra cada vez más en la estructura económica y política del país. No se trata ya de hechos aislados o de zonas marginales: la delincuencia organizada ha aprendido a moverse con impunidad entre fronteras, utilizando el sistema financiero y las debilidades del Estado para lavar capitales y consolidar su poder. El resultado es una economía distorsionada, una institucionalidad corroída y una sociedad que comienza a naturalizar la ilegalidad, lo cual debe tener presente el recientemente posesionado Alto Mando de la Policía Boliviana.

El crimen transnacional opera con la lógica de diversificar sus fuentes, cooptar autoridades, infiltrar mercados y ofrecer beneficios inmediatos en contextos de crisis. Combatirlo exige mucho más que discursos o redadas espectaculares. Requiere inteligencia, cooperación internacional y, sobre todo, voluntad política. La vía más efectiva —y la más descuidada en Bolivia— es la del control de capitales: rastrear el dinero, seguir la ruta de los bienes y cerrar los canales de legitimación de fortunas ilícitas. Sin eso, cualquier lucha será apenas cosmética.

El país ha firmado convenciones internacionales y cuenta con unidades financieras de investigación, pero su efectividad es limitada por la falta de autonomía, de tecnología y, fundamentalmente, de decisiones de fondo. Durante los gobiernos del MAS, el delito que operaba con mayor libertad era el del narcotráfico. Por ahora, no hay señales de la nueva administración de Rodrigo Paz sobre lo que hará con ese flagelo. Mientras tanto, el crimen se globaliza, la corrupción lo ampara y la economía formal se vuelve rehén de la ilegalidad. Las consecuencias: pérdida de competitividad, inseguridad creciente y un deterioro del tejido moral que amenaza con normalizar lo inaceptable.

El nuevo gobierno tiene ante sí la tarea monumental de recuperar el control sobre el Estado y cerrar las grietas por donde se cuela la criminalidad organizada. No basta con permitir el regreso de la DEA. Volver a tomar las riendas implica reformas institucionales, cooperación estrecha con países vecinos y el fortalecimiento real de los sistemas judicial y financiero. Pero también demanda algo más profundo: un cambio cultural que devuelva valor a la legalidad, a la ética pública y a la transparencia. Se necesita dejar de mirar al crimen organizado como un problema ajeno. Esta amenaza mina las bases del desarrollo y de la convivencia democrática, y frenarla no será posible si la impunidad sigue siendo la norma y si el dinero fácil continúa encontrando refugio en las sombras del poder.

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