Las recientes inundaciones registradas en el departamento de Santa Cruz han dejado de ser un hecho coyuntural para convertirse en una advertencia estructural. Más allá de la magnitud del desastre –pérdidas humanas, miles de damnificados, colapso de infraestructura y afectación severa a la economía regional–, lo ocurrido expone con crudeza las debilidades históricas en la gestión del riesgo hídrico en Bolivia. Santa Cruz no fue víctima únicamente de lluvias intensas; fue, sobre todo, víctima de una gobernanza fragmentada, de la ocupación desordenada del territorio y de la ausencia de sistemas eficaces de prevención y alerta temprana.
Este antecedente resulta particularmente relevante para territorios como la cuenca del Río Chico, en el Distrito 7 del municipio de Sucre. Aunque su escala hidrológica es significativamente menor en comparación con las grandes cuencas orientales, el riesgo relativo para las comunidades ribereñas es elevado. Los desbordes recurrentes del Río Chico afectan de manera directa a unidades productivas familiares, caminos vecinales y zonas habitadas, comprometiendo la seguridad alimentaria y la estabilidad económica local. La proporcionalidad del impacto no se mide en hectáreas inundadas, sino en la capacidad –o incapacidad– de las comunidades y del Estado para anticiparse y responder.
El problema central no radica únicamente en el fenómeno natural, sino en la forma en que se gestiona la cuenca. La falta de planificación del uso del suelo, la degradación de las riberas, la débil coordinación interinstitucional y la inexistencia de protocolos claros de alerta temprana convierten lluvias intensas previsibles en emergencias evitables. En este contexto, el Río Chico reproduce, a menor escala, las mismas vulnerabilidades estructurales que hoy explican la tragedia en Santa Cruz.
Frente a este escenario, la solución no puede ser reactiva ni exclusivamente estatal. Se requiere un enfoque preventivo basado en la articulación público-privada y comunitaria, donde el gobierno municipal y departamental asuman el liderazgo técnico, pero integren activamente a organizaciones sociales, productores, universidad y actores privados. La gestión integral de la cuenca debe priorizar medidas de bajo costo y alto impacto: restauración de franjas ribereñas, manejo de la cuenca alta, mantenimiento sistemático del cauce y ordenamiento territorial con enfoque de riesgo.
Un pilar clave es la implementación de sistemas de alerta temprana adaptados al contexto local. No se trata de soluciones tecnológicamente sofisticadas, sino de mecanismos funcionales que combinen monitoreo pluviométrico básico, umbrales de riesgo definidos y canales de comunicación claros con las comunidades. La alerta oportuna salva vidas y reduce pérdidas; su ausencia las multiplica.
Finalmente, es imprescindible fortalecer la institucionalidad local para mejorar la gobernabilidad y la gobernanza del riesgo. Esto implica capacidades técnicas estables, presupuestos previsibles, normas claras y espacios permanentes de concertación. La prevención de inundaciones no es un gasto: es una inversión estratégica en resiliencia territorial, considerando aspectos políticos, económicos, sociales, tecnológicos e institucionales.
Santa Cruz ya mostró el costo de no anticiparse. La cuenca del Río Chico aún está a tiempo de convertir esa tragedia en aprendizaje. La decisión es política, técnica y ética: prevenir hoy o lamentar mañana.