Ya pasaron buenos días desde que se denunció que las empresas públicas creadas en los últimos 20 años fueron usadas para apropiarse de recursos del erario nacional.
El ministerio de la Presidencia ha hecho sin duda un trabajo minucioso para valorar, al menos grosso modo, el sistemático despilfarro. El informe abre un debate necesario, pero también delicado. Necesario, porque Bolivia tiene derecho —y obligación— de saber qué se hizo con los recursos públicos, cómo se tomaron las decisiones de inversión y cuáles fueron los resultados reales. Delicado, porque la simplificación interesada puede conducir a errores de diagnóstico y, peor aún, a decisiones irreversibles tomadas al calor del escándalo.
Es innegable que muchas empresas públicas fueron mal planificadas, sobredimensionadas, ubicadas sin criterios técnicos o pensadas más como símbolos políticos que como respuestas a necesidades concretas. El ingenio de San Buenaventura en el norte de La Paz, construido antes de que hubiera caña, es un ejemplo recurrente, aunque se envolviera en un proceso de transformación industrial. Eso debe decirse con claridad, documentarse con rigor y sancionarse cuando corresponda.
En cualquier caso, y antes de tomar ninguna decisión, la auditoría integral, independiente y pública es una condición mínima para recuperar confianza institucional.
Dicho esto, cabe recordar que sería un error grave medir todas las empresas públicas exclusivamente con la vara del balance financiero. Hay proyectos cuyo sentido no es —ni fue nunca— la rentabilidad económica directa, sino el impacto social, territorial o estratégico: integración regional, acceso a servicios básicos, generación de capacidades locales, presencia del Estado donde el mercado no llega. Confundir mala gestión con función social es una forma de deshonestidad intelectual que empobrece el debate.
Por eso, la discusión debe ser más fina y más precisa. No se trata de defender estructuras ineficientes ni de justificar errores evidentes, pero tampoco de arrasar con todo bajo el argumento del “fracaso” generalizado. Cada empresa debe ser evaluada según su mandato original, sus resultados reales y sus alternativas de reconversión o mejora. Lo contrario sería usar la auditoría como excusa y no como herramienta.
La palabra privatización, a estas alturas, logra al fin levantar sospechas; sin embargo, ha venido sustituyéndose con demasiada alegría por las “alianzas público privadas” y otros eufemismos similares que básicamente consisten en socializar las pérdidas o inversiones y privatizar los beneficios. Por ello, cualquier proceso de venta, concesión o asociación debe estar precedido por valoraciones técnicas serias, transparentes y públicas. Bolivia ya conoce demasiado bien los efectos de privatizaciones apresuradas, mal negociadas o diseñadas para beneficiar a círculos de poder cercanos al gobierno de turno, sobre todo con recursos de la Gestora Pública de Pensiones. Hoy, como ayer, no faltan “amigos” atentos a las oportunidades de negocio que surgen cuando el Estado se debilita o se desordena.
La transparencia no puede ser selectiva ni oportunista. Si se va a denunciar, que sea con pruebas; si se va a auditar, que sea sin sesgos; y si se va a reformar el rol del Estado, que sea con una visión de largo plazo y beneficio social. Bolivia necesita más método y más institucionalidad. Es urgente limpiar la casa, pero no liquidarla por partes sin siquiera saber bien su valor. Los errores en estos temas ya se pagaron demasiado caros.