Lectura del suicidio (de Alan García)
Una noche antes, ¿quién podría anticipar el trágico final del ex presidente peruano?
“¿Es consciente de que esta entrevista a RPP Noticias puede ser la última que dé usted?”. Pregunta inicial, a quemarropa, del periodista Carlos Villarreal, que al cabo de la palabra ‘usted’ hace un infinito silencio de un segundo y medio antes de reaccionar completando la interrogación: “¿en libertad?”. Era casi una premonición. Alan García estaba concediendo su última entrevista.
Alan tutea a Carlos. Se conocen, son viejos lobos de mar. El expresidente peruano tiene 69 años. Al periodista de cabello íntegramente cano nadie le daría menos de 55. “…Ninguna delación o indicio me vincula con nada”, responde García, pleno dominio de sí mismo, quién sabe consciente de que transita sus horas postreras de vida. A las 6:50 del día siguiente, la Policía se presentará en su casa y él, como si lo tuviera todo calculado, pedirá que le dejen hacer una llamada. Se encerrará en su cuarto y, poco después, se pegará un tiro en la cabeza.
Para Villarreal, siendo él ahora el entrevistado en medio de la conmoción por la fatalidad, García estaba “tranquilo”. Y “jamás me iba a imaginar que iba a tomar esta decisión”.
¿Cuál es la primera imagen que se viene a la mente cuando toca pensar en las razones de alguien para suicidarse? ¿Un callejón sin salida, quizás? Supuestamente el suicidio es un acto de desesperación frente a eso para lo cual el suicida no encuentra otra respuesta. ¿Por qué algunos prefieren creer que es un acto de cobardía y otros, de valentía? ¿Es posible que el suicidio sea, en ciertos casos, un acto de dignidad? Hay quien dice que, suicidándose el miércoles, García aceptó su culpabilidad. Pero él contradijo esa postura hasta el final: según su carta póstuma “otros se venden, yo no”.
Noche del martes. El expresidente está a punto de ser detenido y, aunque no lo demuestre, la procesión va por dentro; no por nada tiene lista una carta de despedida. Es probable que esté asfixiado por las acusaciones de que ha recibido sobornos de la constructora Odebrech pero, en esta noche previa, con destellos de su habitual lucidez, defiende una y otra vez su inocencia.
Sin dudas ha decidido morirse blandiendo el arma de la palabra –es, ante todo, orador–, y esto podrá ser suficiente o insuficiente, según como se lo vea, finalmente, el precio que deba pagar por su verdad será demasiado alto.
No es menor el detalle de que asumiera ejecutar semejante determinación en momentos en que iba a ser llevado a prisión. Evidentemente, quiso evitarlo. Eso a pesar de que en la entrevista de Villarreal (o por eso mismo), ante la pregunta de si, sinceramente, no estaba preocupado, él confesará en vivo y en directo que “soy cristiano, creo en la vida después de la muerte, creo en la historia y, si me permite, creo en tener un pequeño sitio en la historia del Perú. De manera que tener miedo de eso, no lo encontrará en mí. Yo soy un hombre que se aproxima a los 70 años, cumplí dos presidencias (…) pasaré ese trago amargo, siempre es así mi vida”.
A horas de matarse, García estaba diciendo que pasaría el trago amargo... ¿cuándo decidió que no? Si preparó una carta con antelación, no fue de la noche a la mañana. Durante la entrevista –que durará 32 minutos y 13 segundos– se encuentra pendiente de sus alumnos, de la clase que debe dictar después, de no ser impuntual. No se nota nervioso, sí inquieto o preocupado por cumplir con su responsabilidad de docente. ¿Qué clase de suicida tiene un comportamiento así?
Durkheim distingue cuatro tipos de suicidas y, entre ellos, al ‘anómico’, que, en vista de la desintegración de la sociedad, se ve liberado de las ataduras que lo sujetan a esa comunidad –digamos– “enferma”. Esto tiene relación con el “desencantamiento” weberiano y nietzscheano del mundo, un estado que aparentemente empuja a resueltos escapistas hacia la autoeliminación.
García puede encajar en esta clasificación. Hombre grande y racional hasta donde pudo, dos veces presidente, como dice y repite él, no se hace ilusiones con el mundo. Al menos esta noche, la última, parece ofuscado por la injusticia: “todo es especulación y con especulaciones no se priva a una persona de la libertad”, le enfatiza a Villarreal. Mas no dista de lo que cualquier político avezado esgrimiría ante la necesidad de una compresa para cuando las papas queman. Injusto sería no mencionar su confesión de que, como político, ya estaba fuera del circuito, por eso su discurso suena enternecedor cuando recuerda que ante la Comisión Lava Jato, tras once horas de declaraciones, confrontó a sus investigadores usando un aire moralista de alguien, a lo mejor, enfrentándose a su Juicio Final: “¡No me eche la inmundicia de su alma!”. Luego, más terrenalmente, acusará a RPP y a Canal 4 de Perú de insistir en que el segundo de sus gobiernos fue uno de los más corruptos. “No” –intentará frenarlo el buen trabajador Villarreal, que con sus preguntas hace de fiscal; este es un caso de presunta corrupción– “son las encuestas que hacen los medios de comunicación, nosotros no las ordenamos”.
El exmandatario aprovecha para presentarse como alguien superado, que está de vuelta (y ahora lo sabemos, dando el último suspiro) en la vida: “...ese es el problema de no tener amigos en los medios; pero, le digo la verdad, ya estoy un poco más allá de eso...”. Se siente víctima –sin incurrir en victimismo: no utiliza aquella palabra– de un “linchamiento”, y afirma que “eso existe desde que comenzó la especie humana”; así, como un péndulo, se mueve entre la historia y la metafísica, apoyado en la reflexión incluso lindante con la literatura: “Enemigos tengo, y me sobra(n), y examigos tengo más (…) lo terrible de nuestra patria es que un político que ya no tiene poder tiene enemigos ruidosos y amigos silenciosos”.
Le saca el jugo a su pericia verbal y, tanto como envuelve siendo convincente, se entretiene riéndose como si su dramática situación no le pesara todo lo que debería; bromea durante la entrevista –que tuvo momentos de respeto, de tensión y de jocosidad– cual si disfrutara en el límite entre la ironía y el sarcasmo.
Irónico también es su entrevistador que, a propósito de su reciente aliteración, le pregunta sin preguntar, afirmando, aguijoneando: “Hay muchos que dicen que tiene amigos usted, pero en la comisión Lava Jato, que le ha favorecido”. Que si recurrirá de nuevo al pedido de asilo, como cuando intentó refugiarse en la embajada de Uruguay, se acuerda más adelante de preguntar el preguntador. Y García responde todavía calmo: “A los derechos se recurre una sola vez en la vida. Aquí lo que habría que hacer, en el malhadado caso que ocurriera eso, es esperar con paciencia (…) Es un problema de paciencia, y paciencia tengo. Lo que no me parece bien, y que todos los peruanos lo sepan (mira a la cámara) es que se diga en una resolución de Fiscalía que se pide la detención preliminar de una persona porque ‘habría podido haber’ recibido dinero de unas personas cercanas. ¿Eso le parece justo?”.
El problema de la paciencia terminó siendo más grave de lo que él suponía, por lo menos, de la boca para fuera. Al abogado preciso y de manejo extraordinario del ambiente, al que no sabe lo que es perder la compostura, se le acabó la paciencia unas pocas horas después de afirmar que la tenía. Para hilar fino y especular grueso, haciendo trabajar la cabeza como se advierte que lo hace él, que es capaz de anticiparse al pensamiento ajeno y descubrir el final de las preguntas aun cuando no se las han realizado del todo, el porqué de su suicidio puede estar en esa tormentosa vivacidad.
Entretanto, yo no pero sí habrá gente que pretenda interpretar sus cavilaciones como un anticipo de lo que hará al día siguiente.
Hay un dejo de angustia contenida, de manía no siempre reprimida porque se hace mala sangre: “¡No me diga eso!”, le reclama, decididamente a la defensiva, a Villarreal, “no sea injusto”. Otra vez el argumento (¿la sensación genuina?) de la injusticia. Piensa/transmite que con él se comete una injusticia, y ve reflejado en el periodista a todo Perú; ya no tiene fe en su país. ¿La tuvo alguna vez? ¿La perdió en el camino? “A mí lo que me interesa –dice mirándole fijo a los ojos y apuntándole con el dedo– es que el Perú avance y que el partido aprista se mantenga –se oye firme, sobradamente político, como si esa frase la hubiese dicho muchas veces–. Es lo único que me interesa”. De inmediato se sincera: “No lo entenderán, yo sé que no lo entienden, pero pasarán los años y lo entenderán porque, ¿sabe qué me interesa a mí?, la historia y no la opinión inmediatista y pequeña de los que ahora vivimos”. Probablemente, después de repasar su carrera más de una vez, de mencionar con orgullo sus dos gestiones, como haciendo un balance final y al borde (solo al borde) del enojo, les diese la razón a quienes creían que él guardaba un resentimiento con el pueblo peruano desde su último y fracasado intento de volver a ser gobierno: “¡¿Tanto trabajo les cuesta haber tenido un presidente que no roba?!, ¡¿así somos los peruanos?!, ¡¿no nos damos cuenta que alguien puede no robar?! (...) Hay una obsesión: ‘si todos están, ¿por qué él no? ¡Métanlo en la cárcel!, ¡háganle algo!’”.
Dentro de esa misma frase reitera que cree en la vida después de la muerte. No se advierte en García alguien quebrado, más bien transmite la sensación de tener el control de sus días, del momento difícil que está pasando. Nada deja entrever el final que escogió para sí.
Sí debe tomarse como premonitorio algo que no obstante nadie puede adivinar y es la referencia a sus detractores; él ya la tiene escrita, casi exactamente igual, en su carta póstuma.
¿Qué clase de suicida es Alan García? ¿Ha sido él un cobarde o un valiente? ¿Usted cree que el suyo haya sido un “acto de dignidad”? ¿No será mucho sacrificar el cuerpo, la vida entera, en nombre de una supuesta dignidad? Finalmente, ¿es García culpable o inocente? ¿Habrá que juzgarlo también por cómo se fue?
En todo caso, habiendo elegido morir previa confianza en que la historia lo redimirá de aquello por lo que no fue declarado culpable, las últimas palabras vuelven a ser suyas y sirven para alimentar las conjeturas acerca de su suicidio, el suicidio de uno de los políticos más influyentes de la historia próxima de Perú: “Dejo mi cadáver como muestra de desprecio a mis adversarios”. Son los mismos adversarios que, también según su misiva, “optaron por la estrategia de criminalizarme durante más de 30 años, pero jamás encontraron nada y los derroté nuevamente, porque nunca encontrarán más que sus especulaciones y frustraciones”.