Bolivia tiene un fenómeno mayúsculo habitando en su sociedad: la conflictividad, es decir, la presencia permanente y recurrente de una multiplicidad de conflictos. No se trata de un hecho excepcional, sino casi del modus vivendi de nuestra sociedad. No se presenta como una conflictividad indolora, pues muchos de nuestros conflictos generan muertos y heridos. Dolor y sufrimiento humanos.
Ronald Nostas Ardaya se vuelca sobre este fenómeno social tan nuestro, casi como nuestra segunda piel, en su columna “Nuestra irresoluble conflictividad” (Página Siete, 19/10/2022). La traigo a colación, porque casi todos los bolivianos –inclusive quienes nos dedicamos a su estudio y resolución, y los políticos que se deberían dedicar a su gestión preventiva– nos hemos acabado “normalizado” a su presencia, o sea, ajustado resignadamente a su manifestación cotidiana.
Nostas Ardaya no lo hace y por eso vale la pena recordar sus razones de sentido común. La primera, una sociedad desarrollada y progresista no puede vivir en la constante confrontación. Es evidente que una sociedad con estas cualidades avanza por diversos flancos para evitarla: políticas públicas apropiadas, gestión pública eficiente, diálogos sectoriales permanentes. Prevención, mucha prevención. Y seriedad, mucha seriedad. La segunda, si bien el síndrome del abismo nos evita dar el paso fatal en los conflictos de alta tensión (como el que ahora empezamos a vivir con el CENSO), así finalmente no caigamos en el abismo, esos conflictos ensombrecen la sociedad cargándola de resentimientos y desconfianzas. Estas hebras sociales no tejen la sociedad, más bien la destejen. La tercera, democracia y conflictividad no calzan, porque una democracia bien entendida debería apuntalar una sana convivencia.
Aquí me quiero detener con una reflexión de fondo: un régimen político implica de suyo una forma de abordar la divergencia de metas y/o la discrepancia de intereses. Uno, los regímenes dictatoriales asumen que esas divergencias-discrepancias se acallan con una voz de mando fuerte, impositiva y coercitiva. O sea, no se resuelven, se aplacan por el uso de la fuerza. Dos, los regímenes socialistas entienden que las divergencias-discrepancias se encallan en la “lucha de clases” y que eliminando uno de los factores de la ecuación (para el caso, los burgueses) se acaba con la lucha. La historia del siglo XX mostró las consecuencias de este enfoque: incrementan el autoritarismo, rezagan a esas sociedades y avivan las contradicciones hasta la implosión. Y la tercera, la democrática, no pretende ni aplacar el conflicto ni eliminar a ningún contendiente, a condición, a simple condición, que en la antesala o en el desarrollo de un conflicto, las partes se esfuercen siempre por buscar fórmulas de mutuo beneficio, no se demonicen y cuiden las relaciones sobre las que unos y otros fructifican.
La democracia es un régimen político, pero es también una singular cultura política. Necesitamos trabajar más en nuestra cultura para tener una democracia indolora. [P]