
Toda esperanza por alcanzar la paz, llena de alegría y deslumbra cualquier voluntad para mirarnos como seres humanos. La paz es un aire fresco de tranquilidad que nos hace vivir plenamente y, por esto, los históricos compromisos de paz que están siendo acordados en Colombia, dentro del periodo 2016-2023, no sólo tratan de poner fin a un camino sangriento que duró cincuenta años de guerrillas, sino que hoy obligan a pensar en lo inútil, demasiado costoso y nihilista que resulta ser la organización de grupos armados para tomar el poder.
De acuerdo con el informe “Basta Ya” del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) de Colombia, entre 1958 y 2013, se estima que la guerra dejó, al menos 220 mil muertos. Sin embargo, según el Registro Único de Víctimas (RUV) del gobierno, hasta septiembre de 2021 se registraron más de 9,3 millones de víctimas del conflicto armado desde 1985, que incluyen muertos, desaparecidos, desplazados y afectados por diversas formas de violencia. Por lo tanto, se supone que el número total de muertos en la guerra civil aumentó significativamente desde el informe del CNMH de 2013.
Contradicciones
¿Cómo aprecian la paz aquellos que decían jugarse todo, con el fin de transformar el mundo? Resulta irónico escuchar los aplausos de varios ex militantes de la izquierda revolucionaria que gritaban eufóricos para colocarse a favor de los acuerdos de paz, cuando en sus épocas juveniles, se embriagaban con las estrategias del foco guerrillero, obnubilados por el Che que todavía figura como un héroe rebelde. El Che jamás habría apoyado la paz en Colombia. Hoy día como ayer, aquellos que defendieron la lucha armada, jamás pensaron en el vacío al que conducen los experimentos de un conflicto armado.
Las negociaciones de paz en Colombia están evitando debatir el logro de la justicia. Se dejará en la impunidad, tanto los crímenes de guerra de las FARC, el ELN, como la violación a los derechos humanos cometidos por los paramilitares. Acordar la paz, no necesariamente significa hacer justicia a las víctimas civiles, sino aumentar la arbitrariedad, para convertir a los guerrilleros en futuros políticos que postularán a cargos públicos. En Colombia existe una lamentable incomprensión sobre lo que significa servir a las víctimas con paz y justicia.
Las negociaciones muestran también que, si el viento soplaba hacia la izquierda y se podía ganar alguna ventaja sin estar plenamente esclarecido sobre mayores esfuerzos, muchos aplaudían la revolución violenta, aunque se morirían de pánico al ver su propia sangre. ¿Qué pueden decir con argumentos claros, ideas sensatas y conducta ética algunos revolucionarios, a sus hijos en este siglo XXI sobre el papel de la lucha armada? Quizás junto a unas cervezas, buena comida, un cigarro y la tranquilidad del hogar, podrían expresar que “no valió la pena”. Todo fue impulsividad, pero con consecuencias nefastas.
Falso camino
Desde el entrenamiento militar, la disciplina corporal para aguantar una campaña armada, hasta la transformación de la conciencia que se anime a asesinar e inmolarse por razones tácticas o ideológicas que liquiden al enemigo, el tipo de persona que enaltece la lucha armada no es un ser cualquiera. Declarar la guerra, sabiendo que todo engloba un sacrificio de dudosa recompensa espiritual o ética, es una decisión delincuencial. En algún momento, un conjunto de recompensas materiales atrajo al grupo armado, pero no satisficieron el aliciente inicial que, aparentemente, era el fundamento de la revolución: la transformación social, económica, cultural y política que otorgue una verdadera emancipación.
¿Realmente podemos ver en las armas, la violencia y la sangre, una ventana hacia diferentes formas de liberación? Las armas son instrumentos de mal agüero cuando son utilizadas para desatar masacres. La revolución es un asunto tenebroso y da miedo pensar que haya gente que pueda apoyarla sin reflexionar sobre el sufrimiento, la muerte, la extorsión, las heridas del alma, los lisiados, la venganza y un abanico de sinsentidos que jamás justificarán el logro de resultados positivos. Además, en Colombia, las FARC, el ELN y los paramilitares mezclaron sus acciones con el narcotráfico. La pregunta es: ¿cómo pudieron seguir viviendo con todo eso alrededor? La impunidad se presenta como un camino muy largo.
La lucha degeneró en delincuencia y traición a los principios revolucionarios, puesto que el instinto de autodestrucción y supervivencia en cualquier empeño violento, hará que predomine lo inhumano. Las FARC financiaron su larga lucha con el narcotráfico, el secuestro, los crímenes de lesa humanidad que cometieron y, por último, se quedaron atascados: no tomaron el poder, porque sencillamente no podrían conducir un Estado donde se requiere una legitimidad popular que no descansa en las armas.
Los acuerdos de paz enseñan que Colombia está a punto de consolidar la impunidad, sobre todo por los escándalos de la familia del presidente Gustavo Petro con probables casos donde se aprovechan las negociaciones, vinculando a narcotraficantes que se hacen pasar por guerrilleros. Todos olvidaron el comunismo y rebrotó la hipocresía ideológica que muestra a la lucha armada como una completa bufonada. [P]
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