La política no deja de ser el resultado —deliberado y contingente— de sujetos que se disputan la dirección de la sociedad a partir del control del poder público; por ello, el destino buscado por un partido para sentar presencia ideológica y programática, es, como mínimo, llegar al legislativo, cuando la capacidad electoral no le permite la disputa del poder ejecutivo si el diseño constitucional es presidencialista, como lo es el boliviano.
El escenario natural de la representación social —con sus mayorías y minorías— es siempre el poder legislativo: como el lugar en el que diputados y senadores configuran la pluralidad política de un país, con acuerdos o frenos en la aprobación de normas que derivan en políticas públicas, en instituciones, en presupuestos, en proyectos; en resultados materiales para ejecutar una idea de Estado, de economía o de sociedad. Se trata de un ámbito en el que debería primar la iniciativa política para estar un paso delante del pulso de la calle, antes que la realidad lo rebase.
Y es lo que ha pasado. Los eventos políticos de otros órganos del Estado, han desbordado a las fuerzas parlamentarias que no han querido ver el elefante en los pasillos del Congreso, al eludir los acuerdos para renovar el poder judicial. Con su indolente negligencia, nos han regalado —vaya paradoja— la certeza de la incertidumbre social y política, y ellos, se han autoinfligido la merecida etiqueta de la incompetencia.
¿Qué se ha producido? El desplazamiento de la política de su centro innato a ámbitos judiciales y a la calle. Las decisiones para destrabar desacuerdos han sido tomadas con ropaje jurídico y barniz constitucional, pero con una inocultable finalidad política. No fue para evitar un vacío de poder, sino para controlar todo el poder, o casi todo.
Han sido los centinelas de la Constitución, quienes, con un arrojo temerario y arriando su rol vigilante, quemaron las naves —y a la misma Constitución— para quedarse. Y se quedaron, no para la defensa épica de principios, valores y derechos consagrados, sino para cumplir el obediente papel en favor de una circunstancia: la continuidad en el poder de una persona. La prórroga, no consiguió la indulgencia, ni siquiera de los opositores, al llevarse también por delante la reelección indefinida.
Hoy, ¿dónde está la política? Circula por fuera del Estado. Está en las calles, en las carreteras, detrás de una roca que bloquea un camino, como prueba irrefutable de la desinstitucionalización del Estado. Si la calle impone sus pretensiones, confirmaremos la debilidad del Estado o nos demostrará que la sociedad civil puede ser coyunturalmente más fuerte que él. ¿Qué queda esperar? Que los actores políticos formales, recuperen la iniciativa y la encausen.
¿Cómo entender las decisiones judiciales políticas? En su juzgamiento no caben consideraciones morales, y decir que no hay separación de poderes, ya es tautológico. Será más útil Maquiavelo: las decisiones se tomaron para conservar el poder y para alejar a otros de él. ¿Y en el largo plazo? Lo sucedido, será visto como un hecho político más, como un dato de color en la variopinta historia boliviana. No es más ni menos que eso.
Tan solo imaginemos una biografía retrospectiva: «—¿Por qué lo hicieron? —Porque podíamos. Fue un hecho político que debía ejecutarse para conservar y prolongar el poder. Es lo que se hace cuando se hace política». [P]