La batalla por posicionar una narrativa “verdadera” acerca de los sucesos del 26 de junio, que tomó una deriva polarizante, se encuentra caracterizando el debate público en el país. Actualmente, existen dos formas opuestas entre sí de entenderlas; para la primera, se trató de un “golpe de Estado fallido” cuyos actores centrales, más allá de Zúñiga, permanecerían aún sin develarse; para la segunda, se trató más bien de un “autogolpe” gestado desde el Gobierno, como medida desesperada para darle fuelle a la gestión estatal en un contexto de crisis, e instaurar una épica que cohesione a sus bases electorales y de movilización.
Esta situación recuerda los estériles debates en torno a “fraude” y “golpe”, que permearon las discusiones en el país durante dos años; sin embargo, el escenario actual se ha reconfigurado a causa de las disputas internas en el MAS y dista mucho del evidenciado en 2019. En ese marco, es paradójico que la narrativa del golpe de Estado y la oposición radical a los golpistas fuera el factor de unificación del MAS durante mucho tiempo, pero que actualmente, con el partido fracturado, la narrativa de un nuevo golpe no haga más que consolidar un campo político en el que el “evismo” está coyunturalmente alineado a la narrativa contrapuesta (“autogolpe”) y separado del discurso del bloque gobernante.
Los actores políticos se ocuparon de posicionarse en alguno de los polos discursivos, y la evidencia sugiere que lo mismo sucedió socialmente, donde el sentido común sobre los hechos se fue tejiendo indisolublemente con las polaridades narrativas con una tendencia hacia la adopción de la hipótesis del “autogolpe”. Las condiciones de posibilidad para ello estaban configuradas de antemano: un sistema político que arrastra crisis, un Estado y un gobierno débiles, una sociedad que desconfía del gobierno, las instituciones y los actores políticos.
En el ámbito del análisis político los debates sobre si fue “golpe frustrado” o “autogolpe” fueron, en general, menos intensos que en el campo político, pese a que no faltaron quienes expusieron los argumentos y la presunta valía explicativa de cada categoría. En todo caso, esta vez, contrariamente a lo ocurrido con los debates del 2019, más tinta corre hacia la identificación y caracterización del “trasfondo” y menos hacia la justificación de una u otra narrativa.
La mayoría de los analistas del país han coincidido en que estamos ante una crisis del proceso hegemónico sostenido por el MAS durante las últimas décadas, una crisis de la institucionalidad, y una crisis económica que se visibiliza por la escasez de dólares y combustible, posibilitando que en el país se haya producido una asonada militar que amenazó con reconducir el rumbo del país y que, finalmente, más allá de su validez o no, un “golpe de Estado” y un “autogolpe de Estado”, sean consideradas posibilidades reales para amplias capas de la sociedad.
Este escenario obliga a pensar críticamente el deterioro del proceso político y el devenir reaccionario que puede surgir como correlato, más aún si se toma en cuenta que, de acuerdo con datos del Latinobarómetro (2023), en Bolivia las personas creen menos en los partidos políticos (13%) y el Gobierno (28%) que en las Fuerzas Armadas (34%); y que al 54% de los bolivianos no le importaría que un gobierno no democrático llegue al poder si resuelve los problemas, mientras que el 29%, “si las cosas se ponen muy difíciles”, apoyaría a un gobierno militar en reemplazo de uno democrático. ¿Qué tan difíciles están las cosas ahora? [P]