Cada vez que se plantea la necesidad de desideologizar la política exterior, no faltan quienes, con gesto de superioridad conceptual, replican: “Toda política exterior es ideológica”. Lo dicen como si fuera una verdad revelada, seguros de haber desmontado una ingenuidad.
Pero lo que desmontan es una caricatura. Porque nadie que proponga una política exterior desideologizada pretende vaciarla de valores o reducirla a una gestión técnica. El argumento, bien formulado, no es que la política exterior no deba tener ideología, sino que no puede estar subordinada a una ideología partidaria, rígida y ajena a la evolución del mundo.
Este artículo responde a la réplica de Felipe Limarino, publicada en este enlace: https://www.facebook.com/61561658646060/posts/122150667314388621/?rdid=lCzMstl2eFldNZgl#, quien a su vez reaccionó a la columna disponible aquí: https://www.vision360.bo/noticias/2025/04/12/23160-bolivia-y-chile-cuando-el-viento-cambia
La diplomacia de un Estado, como proyección externa de su política, inevitablemente incorpora visiones del mundo. El problema comienza cuando esa visión se reduce al catecismo de una corriente política local, muchas veces con origen foráneo, que impone adhesiones automáticas, silencia el análisis y convierte las relaciones internacionales en un escaparate de lealtades, no en una herramienta de desarrollo.
Entre ideología y sectarismo El error de los defensores del “todo es ideológico” es confundir ideología con sectarismo. Confunden la inevitable presencia de ideas en política exterior con su conversión de la Cancillería en un ministerio de propaganda. Y eso es exactamente lo que ha ocurrido en Bolivia en los últimos años. En vez de una política con identidad, hemos tenido una con obediencia a ejes geopolíticos del momento, a gobiernos “afines”, incluso cuando contravienen principios que decimos defender.
Bolivia ha denunciado injerencias en América Latina… mientras aplaude la intervención rusa en Europa del Este. Ha invocado la no intervención… pero ha celebrado la expansión de una diplomacia paralela impulsada desde Caracas o La Habana. Se habla de solidaridad entre pueblos, pero en la práctica se ha construido una diplomacia de bloque, que muchas veces actúa más como un club de protección mutua entre gobiernos en crisis que como un foro de cooperación genuina.
Una política exterior coherente debería denunciar toda forma de autoritarismo o violación de derechos, sin distinguir si viene de Washington, Moscú, Pekín o Teherán.
Relaciones disfuncionales
El alineamiento automático con gobiernos ideológicamente afines a desconectado nuestra política exterior de los intereses económicos y políticos concretos de Bolivia. El ejemplo más evidente —y costoso— es la relación con Estados Unidos.
Desde hace más de 15 años, Bolivia ha adoptado una postura de hostilidad ideológica frente a Washington, con la expulsión de embajadores, cierre de agencias de cooperación, ruptura de canales de diálogo. ¿Resultado? Pérdida de mercados, exclusión de beneficios como la ATEPDA, y aislamiento diplomático, incluso frente a iniciativas regionales apoyadas por Estados Unidosd y países vecinos.
Con la Unión Europea, la relación ha sido errática. A veces cercana, otras veces fría, según el contexto interno. Cuando el Parlamento Europeo critica abusos o deficiencias institucionales, se lo acusa de injerencia. Pero cuando se necesita financiamiento o cooperación, Europa vuelve a ser “socio estratégico”.
Y con Irán, se han firmado acuerdos opacos en defensa y tecnología bajo el pretexto de una lucha común contra el imperialismo. Se invoca la soberanía, pero se omite el riesgo de quedar atrapados en conflictos ajenos, sin evaluación seria sobre su impacto en la seguridad o en la polít
La diplomacia como política de Estado
Desideologizar no es despolitizar. No se trata de suprimir principios, sino de aplicarlos con coherencia y jerarquía. Significa anteponer el interés nacional al del partido gobernante. Implica profesionalizar el servicio exterior, fortalecer la Cancillería como institución técnica y estratégica, y evitar que la política exterior dependa de afinidades ideológicas o impulsos coyunturales.
Significa también dialogar con todos los actores del sistema internacional, sin convertir la diplomacia en una trinchera. Una política exterior madura no se define por sus enemigos, sino por su capacidad de tender puentes, gestionar diferencias y abrir espacios de cooperación, incluso con quienes no comparten nuestra visión del mundo.
Una política exterior eficaz puede inspirarse en principios como justicia internacional, autodeterminación, desarrollo sostenible. Pero debe saber que esos valores no se defienden con discursos, sino con coherencia. No se aplican con doble rasero.
Por eso, desi deologizar es devolver a la política exterior racionalidad, estrategia y profesionalismo. Es rescatarla del dogma y de la militancia. Es liberarla del uso interno y volverla instrumento de largo plazo, capaz de garantizar continuidad y previsibilidad en un mundo cada vez más incierto.
La política exterior no es una vitrina para las fidelidades ideológicas. Es el terreno donde se juega el lugar del país en el mundo. Y eso, aunque no dé aplausos en la plaza, debería importarnos mucho más. [P]