Campo minado: La batalla judicial por las elecciones

Campo minado: La batalla judicial por las elecciones

Péndulo político Eduardo Leaño Román 11/06/2025 01:34
En este delicado terreno —más parecido a un campo minado que a una sala de audiencias— desfilan con determinación abogados, jueces y académicos, todos enfrascados en una encarnizada pugna por el monopolio del derecho a “decir el derecho”.
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En este delicado terreno —más parecido a un campo minado que a una sala de audiencias— desfilan con determinación abogados, jueces y académicos, todos enfrascados en una encarnizada pugna por el monopolio del derecho a “decir el derecho”. Pero no se trata simplemente de interpretar leyes, no: el pugilato incluye nada menos que la disputa sobre qué es el derecho, cómo debe aplicarse y, por supuesto, quién ostenta el privilegio de establecer sus reglas. Esta visión, lejos de la idílica imagen de imparcialidad jurídica, fue plasmada por el sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien describió al campo jurídico como un verdadero "campo de batalla" en su obra Poder, derecho y clases sociales. En esta columna, siguiendo la línea de Bourdieu, se parte de la premisa de que la inhabilitación de partidos y candidatos no responde a una simple operación técnica de aplicación normativa, sino que es parte de una lucha —nada disimulada— por definir quién puede y quién no puede jugar legítimamente en el tablero electoral.

Los actores. Los demandantes de inhabilitación. En el siempre entretenido escenario de las inhabilitaciones, desfilan varios protagonistas dignos de atención. Entre los más entusiastas demandantes figuran ciudadanos como Erlwein Beckhauser y Maziel Terrazas, quienes decidieron apuntar sus dardos contra el MTS de Félix Patzi. Humberto Vidaurre, no queriendo quedarse atrás, optó por impugnar al Movimiento de Renovación Nacional (Morena) de Eva Copa, así como a SUMATE, la agrupación de Manfred Reyes Villa. Y para no desentonar, Chi Hyun Chung se sumó al elenco impugnando al binomio Rodrigo Paz–Edman Lara del PDC. Cada cual, con su libreto y sus razones, claro está.

Los defensores de los partidos y candidatos. En este bando figuran con comprensible indignación los propios candidatos impugnados, acompañados de sus partidos políticos —que, de pronto, descubren una profunda vocación por la justicia electoral— y sus diligentes equipos jurídicos, siempre listos para batallar con argumentos tan sólidos como oportunos. Estos defensores, investidos con el manto de la legalidad y el espíritu democrático (al menos cuando se trata de su habilitación), no escatiman esfuerzos para demostrar que sus candidaturas son no solo legítimas, sino prácticamente indispensables para el destino del país. 

Los decisores. Aquí se incluyen a actores encargados de tener la última palabra —o, en ocasiones, la penúltima— como el Tribunal Supremo Electoral (TSE) y, cuando la situación lo amerita (o se complica), el siempre oportuno Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP). Ambos organismos se dedican a la noble tarea de interpretar la Constitución y las leyes electorales con un celo admirable y con una flexibilidad que a veces sorprende hasta a los propios implicados. Sus decisiones, naturalmente, son presentadas como imparciales, aunque no dejan de generar la sospecha de que también saben leer entre líneas políticas.

El objeto de la lucha: En este caso, el enfrentamiento gira en torno a un bien preciado: la interpretación —siempre “objetiva”, por supuesto— de las causales de inhabilitación que figuran en la Constitución y las leyes electorales. Detalles como la no renovación de la directiva, el incumplimiento de resoluciones del TSE, el no respetar los plazos mínimos para obtener su personería jurídica y presuntas fallas en la inscripción de candidatos, se constituyeron en el objeto de la lucha jurídica. Cada bando, armado con su propio código de verdad, se empeña en convencer de que su lectura es no solo la más correcta, sino la única que respeta el “espíritu” democrático de la norma. Porque, al fin y al cabo, todo se hace en nombre de la ley o al menos de su versión preferida.

Movilización y conversión de capital jurídico. En la perspectiva de lograr su objetivo, los actores compiten por la acumulación de “capital jurídico”. Observemos la movilización que emprenden:

Capital cultural jurídico. Se trata de un desfile del saber jurídico. En esta contienda, los abogados de todos los bandos sacan a relucir su capital cultural con admirable entusiasmo. Armados con un vasto repertorio de normas electorales, jurisprudencia constitucional —nacional e internacional— y citas selectas de la Corte IDH, se lanzan al ruedo con argumentos “irrebatibles” y memoriales “impecablemente fundamentados”. Se invocan artículos, se agitan principios, y todo se presenta con la solemnidad del caso, como si la interpretación del derecho fuera una ciencia exacta; aunque, curiosamente, cada parte llega a conclusiones diametralmente opuestas. Una coreografía jurídica digna de aplauso —y de apelación, por si acaso—.

Capital social jurídico. La batalla por este capital hace referencia al arte de saber a quién llamar. Más allá de los códigos y las audiencias, existe un capital igualmente valioso: el social. En este terreno, las redes de influencia —esas amistades cultivadas con esmero entre magistrados, fiscales y otros personajes bien ubicados en el mundo jurídico o político— pueden hacer su discreta aparición. Nada explícito, por supuesto; a veces basta una llamada oportuna, una conversación casual o una opinión bien colocada para que ciertas puertas se entreabran y algunos trámites encuentren caminos sorprendentemente expeditos. En el noble arte del derecho, como en la vida, no todo depende del argumento sino también de los contactos. 

Capital simbólico jurídico. La pugna por este capital está relacionada con la batalla por las apariencias jurídicas. En este escenario, no basta con saber derecho: hay que parecer que se sabe. El prestigio se convierte en moneda de cambio, y tanto abogados como magistrados despliegan su capital simbólico con esmero. Un jurista con la etiqueta de “experto electoral” o un magistrado con fama de “sabio e imparcial” no solo argumenta: afirma. Su sola presencia ya inclina la balanza, al menos en el imaginario colectivo. Al mismo tiempo, se libra una guerra silenciosa por erosionar la autoridad moral del adversario, cuestionando no solo lo que dice, sino quién lo dice. Y cuando llegue la decisión final del TSE o del TCP, vendrá envuelta en solemnidad, citas elevadas y gestos de profundidad institucional, todo con tal de vestirla de incuestionable legitimidad. En política y derecho, la forma también es fondo —y a veces, lo único que queda—.

La "illusio" o la fe en el juego jurídico. Es la creencia apasionada y el reconocimiento casi sagrado de que este juego vale la pena ser jugado. Esta “illusio” —la convicción tácita de que las reglas del campo jurídico son legítimas, que el capital jurídico tiene valor real y que las disputas legales son algo más que puestas en escena sofisticadas— es lo que mantiene en movimiento a abogados, jueces y aspirantes a héroes del derecho. Invierten tiempo, esfuerzo y neuronas con la esperanza de alcanzar recompensas que pueden ser tan concretas como un fallo favorable o tan etéreas como el prestigio entre colegas. Al final, todos actúan como si el campo fuera neutral, justo y trascendente. Y mientras todos crean en esa ficción compartida, el espectáculo puede continuar sin sobresaltos.

De este modo, el enfoque de Bourdieu nos ofrece una perspectiva bastante útil para mirar más allá del expediente y el lenguaje técnico. La inhabilitación de un partido o candidato deja de parecer un simple trámite jurídico, para revelarse como lo que realmente es: un escenario intensamente disputado donde se cruzan ambiciones, prestigios y estrategias cuidadosamente envueltas en el ropaje del derecho electoral. En definitiva, quienes permanezcan en la carrera electoral lo habrán conseguido gracias a una hábil administración del poder político y los recursos disponibles —o, en su defecto, porque su candidatura transita sin sobresaltos, sin inquietar a quienes realmente deciden el rumbo de la batalla judicial—.  [P]

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