La inflación suele definirse como el aumento generalizado de precios. Esta descripción omite el hecho crucial de que no todos los precios aumentan al mismo ritmo y que, por lo tanto, también se trata de un proceso de modificación de los precios relativos, cuya consecuencia más importante es que se redistribuye la riqueza. Unos pierden más que otros. Casi siempre quienes pierden son los productores y comerciantes que tienen menos capacidad para anticipar los cambios en sus costos o para cambiar los precios de lo que venden; así como los asalariados y los jubilados, por ejemplo.
La inflación, por eso, es un fenómeno indeseable que deteriora la situación de los más vulnerables y facilita el enriquecimiento de quienes tienen mejor acceso a información, o capacidad de anticiparse a los hechos. Por supuesto, beneficia sobre todo a quienes controlan la oferta monetaria. Como veremos, éste no es un tema menor.
Aunque la inflación se percibe sobre todo como aumento de precios, en realidad se trata de una disminución en el valor de la moneda, y por eso es que la historia de la inflación transcurre junto con la historia de la moneda. La moneda surgió cuando la gente empezó a utilizar como medio en sus transacciones algunos bienes que eran apreciados por muchos y cuyo valor no se perdía fácilmente con el tiempo. En algunos casos fueron cereales secos, en otros fueron conchas ornamentales y, poco a poco, metales como el cobre, la plata y el oro. Cuando en esos casos había inflación, era porque los precios de esos bienes cambiaban, ya sea por modificaciones en la producción, y por tanto en la oferta, o por la aparición de un mayor número de demandantes. En otras palabras, la cantidad de dinero en circulación y la cantidad de bienes y servicios interactúan, como lo percibieron claramente ya en el siglo XV.
En los primeros cien años
Antes de que América fuera integrada al reino de Castilla el comercio era muy limitado y no hay evidencias de que se utilizaran monedas, a pesar de que ya se conocía la transformación de minerales de oro, plata y cobre en metales. Algunas tradiciones orales recogen experiencias de intercambio con la mediación de bienes de alto valor, incluyendo piezas metálicas, pero no fueron generalizadas como ocurrió después y a lo largo de todo el periodo virreinal. La monarquía reglamentó la acuñación de monedas estableciendo pesos y medidas que resultaron tan confiables que el Real se convirtió en la primera moneda global, aceptada tanto en la China como en México, en Londres como en Potosí. Muchas de esas monedas se acuñaron también en esta ciudad.
Aunque ocasionalmente se registraron quejas sobre pequeños hurtos que cambiaban el peso y valor de la moneda, o sobre su ocasional escasez en algunas regiones, la inflación no parece haber sido un problema relevante. No hay testimonios que la mencionen de tal manera. Tampoco en las primeras décadas de la república, cuando se mantuvo la práctica de acuñar monedas con valor intrínseco en metal y con garantía de la autoridad pública. La primera moneda propiamente boliviana se llamó “sol” y era de oro. A los precios actuales de ese metal, cada “sol” tendría un valor aproximado de 1.000 dólares. Por supuesto, no era cómodo ni seguro caminar con esas monedas, ni siquiera con los pesos de plata, así que pronto aparecieron instituciones que las guardaban, emitiendo a cambio papeles que garantizaban al portador su derecho a cambiarlos por el metal en cantidad equivalente. Varios bancos cumplieron esa labor, como el Banco Nacional desde 1873 y otros, como el de Francisco Argandoña. Ellos emitían billetes y guardaban las reservas que los respaldaban en oro, plata o alguna moneda internacional confiable, como la libra esterlina desde fines del siglo XIX.
Esa moneda era muy confiable. Pero el Gobierno no podía eludir la tentación de desvalorizar la moneda para captar recursos emitiendo monedas con menor valor que el nominal, lo que se denominó “moneda feble”. El primero en hacerlo fue el presidente Santa Cruz, tan pronto como en 1829.
Se ha escrito muy poco sobre la historia económica y no hay registros estadísticos antiguos para conocer cómo se comportaban los precios, salvo durante periodos breves. Un notable trabajo titulado “La vida en la periferia” de Rosario Henriques, que estudia Cochabamba entre 1825 y 1925, ha construido para ese largo periodo un índice de precios a partir de una canasta básica de bienes que eran de consumo generalizado en esta ciudad. En dicha serie se observa una extraordinaria estabilidad de precios. Tomando en cuenta sus datos, resulta que, en el primer siglo de la República, el periodo de mayor inflación fue el quinquenio entre 1902 y 1907, cuando se registró un promedio anual del 7,7 %. En alguno de esos años superó el 10 % debido a sequías que afectaron la producción de alimentos. Pero, durante largos periodos lo normal fue que la inflación se mantuviera por debajo del 1 % anual.
La emisión monopólica
En 1929 se contrató una misión internacional presidida por el economista Edwin W. Kemmerer, que recorría varios países del continente con la misión de reformar y modernizar los sistemas monetarios. La clave de las reformas fue la creación de Bancos Centrales que dieron a los gobiernos el monopolio en la emisión monetaria. Así se hizo también en Bolivia y apenas dos años después la inflación anual alcanzó al 26 %.
La emisión de moneda es un instrumento muy poderoso y su monopolio fortalece al Estado, estableciendo un elevado margen de influencia sobre la economía de sus ciudadanos. Por eso se planteó desde un principio la necesidad de que el Banco Central sea administrado bajo estrictos criterios técnicos y con total independencia política. Pero la tentación de utilizar ese poder monopólico para manipular la economía y, sobre todo, para resolver los problemas de financiamiento del gasto público, ha sido demasiado grande. En los hechos, la independencia técnica del Banco Central fue respetada solo en periodos muy breves, y desde la Constitución del 2009, simplemente desapareció.
Así, desde la creación del Banco Central son muchos los gobiernos que han usado y abusado del monopolio estatal en la emisión de moneda, provocando varios episodios críticos. Después de la Revolución Nacional, la inflación superó el 140 % anual en el periodo 1952-1956, obligando a un severo ajuste. Peor aún fue el periodo 1982 a 1984, cuando se superó el 2.177 % ese año y 8.170 % en 1985, obligando también a un ajuste estabilizador con el decreto 21060. Y ahora nos encontramos en otra situación grave pues pese a haber alcanzado en 2014 un nivel récord de reservas internacionales, hoy nos encontramos nuevamente con tasas elevadas de inflación, impulsadas por la deuda pública adquirida para financiar el déficit fiscal con emisión monetaria.
Aún si excluyéramos por su carácter excepcional la hiperinflación de los años 1980, la tasa de inflación anual promedio estaría en torno al 27 % anual. Es decir, desde que se estableció el monopolio estatal de emisión monetaria forzando a los ciudadanos al uso de una moneda nacional, hemos tenido una inflación 10 veces superior a la del periodo previo, y en algunos momentos mucho más.
Por lo tanto, puede afirmarse que desde que se estableció el monopolio estatal de la emisión monetaria la inflación se ha convertido en la regla, más que en la excepción. La moneda, cuya función es la de facilitar las transacciones y contribuir a que las personas preserven el valor de sus ahorros, se ha convertido en un instrumento de poder que ha sido utilizado históricamente para redistribuir recursos sin mecanismos transparentes de control democrático. Nadie ha podido estimar cuánta riqueza se le ha quitado a la gente y a las empresas por este mecanismo. Pero, sin duda, ya es demasiado.
Es urgente, pues, pensar en una reforma monetaria. Desde 1930 el país ha intentado evitar que el Estado abuse del poder monopólico de emitir moneda sin conseguir la gran fortaleza institucional que se requiere. Tal vez sea hora de quitarle de una vez esa capacidad.
* Es investigador de CERES.