En América Latina la política se mueve como un péndulo. Oscila entre proyectos hegemónicos y sus reacciones, entre promesas de transformación y cansancios acumulados. La región ha demostrado, una y otra vez, que ninguna corriente ideológica mantiene el monopolio del poder indefinidamente. Hoy asistimos a una nueva oscilación, marcada por el desgaste de los regímenes vinculados al llamado socialismo del siglo XXI y el surgimiento de alternativas que, aunque diversas, tienen un denominador común: la fatiga ciudadana con quienes gobernaron demasiado tiempo.
El caso boliviano es paradigmático. Tras dos décadas de hegemonía del Movimiento al Socialismo (MAS), primero bajo Evo Morales y luego con Luis Arce Catacora, el país se encamina a un cambio de rumbo. La inminencia de una victoria opositora —encarnada en figuras como Rodrigo Paz o Jorge Tuto Quiroga— no se explica únicamente por las debilidades del oficialismo, sino por una sociedad que demanda oxígeno político. Giovanni Sartori recordaba que “la democracia no es un estado de gracia, sino un proceso de alternancia”. Bolivia, tras años de concentración de poder, parece acercarse a esa alternancia como necesidad vital.
Argentina ofrece un ejemplo distinto pero complementario. La llegada de Javier Milei al poder representó un viraje disruptivo, un rechazo frontal al peronismo, responsable de profundizar la crisis económica en varias de sus etapas. Sin embargo, el triunfo reciente del peronismo en elecciones locales no implica un retorno triunfal, sino más bien un reflejo de las dificultades del propio Milei para gobernar con minoría parlamentaria y sin una estructura territorial consolidada. Más que un regreso sólido del viejo orden, se trata de los coletazos de un sistema en transición, donde el péndulo todavía no encuentra estabilidad.
En Ecuador, Daniel Noboa simboliza un intento de renovación en medio del caos. La inseguridad, la fragmentación política y la fragilidad institucional empujaron a un liderazgo joven que, aunque todavía a prueba, expresa la búsqueda de nuevas respuestas frente al agotamiento de modelos tradicionales.
El caso venezolano es, quizá, el más evidente en la putrefacción del socialismo del siglo XXI. El régimen de Nicolás Maduro se sostiene por la fuerza, el control de las instituciones y la fractura de la oposición, más que por legitimidad social o resultados económicos. Su permanencia, sin embargo, no oculta la fatiga de un proyecto que alguna vez se presentó como esperanza y que hoy se reduce a la sobrevivencia de una élite desconectada de la realidad del país.
Este conjunto de procesos revela que el péndulo político latinoamericano no se mueve en bloque, sino de manera asincrónica. Cada país responde a su contexto, pero todos comparten la lógica de la alternancia como reacción a las hegemonías prolongadas. Como señala Alain Rouquié en América Latina, la región “oscila entre la ilusión de la revolución y el desencanto de la restauración”. Esa oscilación sigue viva, aunque hoy adquiere un matiz distinto. La ciudadanía, cada vez más conectada y menos paciente, castiga con mayor rapidez la ineficacia sin importar el signo ideológico.
El futuro inmediato de América Latina parece claro. El péndulo no se detendrá. Tras el desgaste de los proyectos del socialismo del siglo XXI, emergen alternativas de diverso signo que tendrán que demostrar capacidad de gestión más allá de la retórica. Bolivia, Argentina, Ecuador, en breve Perú y Chile; tarde o temprano, Venezuela, son piezas de un mismo tablero en el que la sociedad ha dejado de creer en mesías y comienza a exigir resultados.
En definitiva, la política latinoamericana sigue su curso pendular, recordándonos que en esta región ninguna hegemonía es eterna y que, más allá de ideologías, lo único constante es el deseo ciudadano de cambio. [P]
* Javier Viscarra Valdivia, abogado, periodista y diplomático