Charles Bukowski me escupió en la cara

Un salivazo es lo que une la vida de Buk con la de un imberbe fanático de sus versos. La víctima regresa a esa noche de comienzos de los setenta en que le tocó conocer al ídolo mucho más a fondo de lo que hubiera querido

Bukowski fue uno de los escritores más queridos del siglo XX. Bukowski fue uno de los escritores más queridos del siglo XX.

David Barker
Puño y Letra / 28/04/2015 04:34

La Taberna 49 estaba oscura y llena. Charles Bukowski, el más grande poeta del siglo XX en Estados Unidos, estaba de pie en el estrecho pasillo entre las mesas de madera empapadas de cerveza y la fila de sillas ocupadas de la barra. Bailaba borracho, con los brazos por encima de la cabeza, con una sonrisa ciega y cansada que le atravesaba toda su cara de mil batallas.

Era una cara dolorosamente viva, como carne de hamburguesa cruda, con todas las terminaciones nerviosas y las heridas abiertas, mostrando el horror y la agonía de vivir con el genio que no transige en una tierra de imbéciles. Era Lázaro levantado de entre los muertos por un Jesús bendecido y sangrante. Era Zorba el griego con los brazos balanceados y meciéndose suavemente. Era Charles Bukowski bailando.

Me detuvo cuando pasé entre la barra y él. Quedé paralizado como un conejo asustado, detenido por la hipnótica mirada de una cascabel enroscada. Su amplio pecho se expandió y sus poderosos brazos se elevaron aún más, listos para golpear, para caer sobre mí aplastándome.

Luego me escupió en la cara. El poeta más grandioso de los Estados Unidos, mi ídolo, mi héroe. La saliva lentamente empezó a descender por mi cachete. Yo no me limpié.

Dije “Gracias” y me devolví para la mesa.

Era Bukowski, el mejor escritor del mundo. El Hemingway de su época pero mucho más rudo y real que el mismo Hemingway. Y nos odiaba cuando decíamos esas cosas de él porque sospechaba que de pronto eran verdad. Y él espantaba su grandeza como si fuera una mosca impertinente.

Le decíamos Bukowski. No Charles Bukowski sino Bukowski. Los amigos cercanos le decían Hank, por lo de Henry, que es su primer o su segundo nombre, no recuerdo cuál. Y muchos de los editores de las pequeñas revistas durante los años sesenta le decían Buk o el Buk (que en inglés rima con puke, es decir, vómito) pero a mí nunca me importó.

Él era nuestro dios. Todos queríamos ser como él. Es decir, queríamos ser él. Queríamos su cara, su barriga de cervecero, sus entradas en el pelo, las cicatrices del acné, su nariz protuberante y venosa como si fuera una inmensa espada o la cabeza de un pene, el cuerpo deteriorado por la bebida, la carne avinagrada. Queríamos sus borracheras, sus mujeres salvajes, su poesía brutal, su alma en pena. También queríamos vivir esa leyenda. Pero ella solo le pertenecía a él. Únicamente dios sabe cómo la había conseguido. Y no se la iba a entregar a nadie.

Charles Bukowski nació en Alemania en 1920 y creció en Los Ángeles, California. En muchas de sus historias dice que su papá le pegaba, que cuando era un adolescente sufría de un horrible caso de furúnculos del tamaño de pelotas de golf por toda su cara y espalda que lo dejaron por siempre con cicatrices. Feo y asocial, empezó con la bebida cuando estaba en la secundaria y nunca la dejó.

Bukowski asistió al City College de Los Ángeles durante un tiempo, se salió y se convirtió en un vagabundo que escribía cientos de cuentos que ahora están perdidos y que él enviaba a las revistas de literatura al ritmo de más o menos cinco por semana. Todos eran devueltos y rechazados. Pero en 1945, a los veinticuatro años, publicó su primer cuento “Secuelas de una larguísima nota de rechazo” en la prestigiosa revista literaria Story.

Ese mismo año dejó de escribir y se embarcó en diez años de borrachera, vagando de ciudad en ciudad, de albergue en albergue, de un trabajo de mierda al otro, de puta en puta. Lo golpearon en bares de maleantes, se casó con una millonaria texana que tenía un cuello deforme y de quien se separó, durmió en canecas de basura en callejones infestados de ratas, pensó en suicidarse.

En 1955, fue internado en la sala de caridad de un hospital de Los Ángeles con úlceras sangrantes debido a la bebida. Por poco muere, y cuando salió del hospital consiguió un trabajo en una oficina postal, se compró una vieja máquina de escribir y empezó a crear la poesía que le dio la fama de duro poeta de la calle.

La primera vez que lo leí fue en los sesenta cuando escribía una columna para la Free Press de Los Ángeles titulada “Escritos de un viejo indecente”. Eso era buena prosa, divertida, impactante, espontánea pero por supuesto yo no tenía idea en ese momento de la poesía que él ya había escrito, la inmortal “tragedia de las hojas”, los poemas de amor para Jane, su único y verdadero amor que murió joven debido al alcoholismo: “Pruebo las cenizas de tu muerte”, “Para Jane: con todo el amor que tenía, que no fue suficiente”, “Uruguay o el infierno”, “Despido”; los poemas de amor más tristes escritos alguna vez. Cosas que rompen el corazón. Ni siquiera sabía que escribía poesía, mucho menos que era el poeta más importante en hacer su aparición en más o menos los últimos cien años.

Yo trabajaba en la biblioteca de la universidad de Long Beach State. El único tipo que sabía de Bukowski era un negro alto con un ojo malo que le revoloteaba por la cara cuando sonreía. Se llamaba Tony y vivía con una muchacha que tenía un bebé de él o de otro. Era inteligente, pero no hablaba mucho, se enredaba con las palabras cuando hablaba.

Le mencioné la columna de Bukowski un día que estábamos recogiendo los libros devueltos en el cuarto posterior y la cara de Tony se iluminó. Luego empezó a gritar emocionado y sin control.

“¡Sí, sí, hombre; ya leí al tipo! ¡Ese hijueputa está loco! ¡Es genial!”.

BUKOWSKI SE LAVA LOS DIENTES
El cronista David Barker narra como en la fiesta de la mujer de Charles Bukowski entra a su baño y se encuentra con lo siguiente.
“En el baño de Linda King vi la típica y usual parafernalia de la existencia común; los restos de una crema de dientes destapada, un barato enjuague bucal rosado y jovial, desodorante antitranspirante, papel higiénico con fragancia. En mi borrachera, me pareció un gran descubrimiento: Charles Bukowski se lavaba los dientes, hacía gárgaras, se echaba desodorante y se limpiaba como el resto de la humanidad. De repente ya no parecía semejante monstruo. El Viejo León era simplemente un cansado y viejo alcohólico que resultaba ser el mejor poeta de los alrededores. El genio era algo que le había caído del cielo. Por todos Los Ángeles, un millón de hombres iguales que él, de una u otra manera, estaban bebiendo y viendo televisión y peleando con sus mujeres. La única diferencia era la poesía. Nada más.”

Etiquetas:
  • Charles Bukowski
  • Compartir:

    También le puede interesar


    Lo más leido

    1
    2
    3
    4
    5
    1
    2
    3
    4
    5
    Suplementos


      ECOS


      Péndulo Político


      Mi Doctor