El mundo perdido
Un ensayo poético acerca del fin de los tiempos (de algunos de ellos).
Canta ¡oh musa! la furia de la bomba de hidrógeno que posibilitó el restablecimiento del orden en la galaxia.
Las palabras se extinguieron —las malas, las buenas, las mediocres palabras.
Sólo quedó el silencio, y en el núcleo del silencio, el espíritu del infinito se concentraba para dar a luz la nueva vida que debía emerger de las tinieblas del vacío.
No sabemos a ciencia cierta qué es lo que nos precede. Nunca veremos el futuro.
Somos la gente del pasado, somos los que claudicamos, los que fracasamos, los que perdimos un mundo.
Nuestro tiempo fue un tiempo de derrotas, vimos el cadáver de nuestra era descuartizado por automóviles de lujo de 600 caballos de fuerza.
No volveremos jamás, no seremos millones, nos faltó la humildad.
Creímos en la inmortalidad pero desaparecimos pulverizados por el primer autómata que puso un pie sobre la tierra.
Somos los hijos que el capitalismo no pudo devorar, aunque le hayamos concedido la victoria.
Intentamos lo imposible y fallamos, nadie podrá culparnos.
Alguna vez creímos que el mundo necesitaba lo esencial y lo esencial era una montaña, un rio, un lago, un sol esculpido en piedra y un ave gigantesca.
Con eso era suficiente.
Pero Casandra —vestida de Dolce & Gabbana— nos dijo que debíamos visitar los oráculos y ver si estábamos en lo correcto.
Así nos proyectamos al espacio.
Nos aliamos con los rusos, los empresarios de Hollywood y los traficantes de mermelada de uva y enviamos a dar vueltas por el universo a miles de monos sicodélicos.
Nuestros emisarios dieron dos giros a la galaxia, escribieron un catálogo de temporada, inventaron un cubo de colores y nos hicieron creer que este era nuestro momento, mientras se cagaban de risa a nuestras espaldas.
Entonces Superman, para confundirnos, voló hacia la cúspide del Empire State, declamó The song of myself de memoria y le creímos.
Yo, Kal-El, un cosmos, un hijo de Kripton…etc.
Luego tomamos ácido y en un baño sauna de San Francisco —mientras era penetrado por el culo— Foucault nos dijo que las condiciones objetivas y subjetivas estaban dadas.
Era hora de echar abajo el sistema.
Pero no llegamos a tiempo. Se nos fue la mano en una cantina y no salimos por años, décadas, siglos, hasta que todo había terminado.
Entonces comprendimos que nada era cierto, solo estas calles destruidas, estos mercados llenos de criaturas extrañas y rostros familiares, estas soledades descomunales, estos dioses caídos en desgracia capaces de procrear cantinas y burdeles en el útero de una estrella.
Asumimos nuestro mundo y nuestro tiempo en todo su vacío.
Hicimos partido con los perros callejeros, con los borrachos y con los lunáticos y nos dispusimos a hacer volar en mil pedazos el sicoanálisis, el marxismo y la Escuela de Chicago.
Pero fracasamos nuevamente. No guardamos rencores. En nuestro fracaso está nuestra victoria.
Un poeta chileno nos anunció la buena nueva: “Para fracasar, han fracasado”, y se quebró con la violencia con que se quiebra una gota de mercurio en el océano.
Luego nos dieron una paliza en Moscow, La Habana, New York y México. Llegamos últimos en Interlagos, Mónaco y Tokio. Nos negamos a hacer covers de Bob Dylan y Michael Jackson y todos nos vieron como a unos insolentes.
No conformes con eso, nos obligaron a hacer las paces y besar en la mejilla a Nixon, Hitler, Stalin y Charles Manson, lo cual hicimos, por supuesto, con muchísimo gusto.
Y así, totalmente desacreditados, nos fuimos al exilio.
Nos moríamos de hambre, pero unos comediantes nos reconocieron en una pocilga de Quito y nos contrataron para que les escribiéramos material.
—Ustedes son los payasos que el mundo necesitaba— nos dijeron y nos pusieron a redactar algunos discursos para políticos en Bolivia.
Luego decidimos continuar nuestra carrera en solitario e hicimos algunas antologías de poesía latinoamericana, pero a nadie le hizo gracia.
Un grupo de feministas radicales nos preguntó: “¿Por qué la mala leche?”, y desde entonces no podemos vernos ni en pintura.
No luchamos toda la vida para hacernos criticar de esta manera.
Ahora nos gusta alucinar por las calles a mediodía, cuando todos salen a almorzar de sus oficinas, como satélites que dan vueltas a mundos descompuestos, mundos atrofiados, con el alma aniquilada.
Somos mal vistos por la crítica, los académicos y las vendedoras de periódicos, pero ¿quién carajos los soporta?
Los lustrabotas ya nos advirtieron que la felicidad en el capitalismo se paga caro, pero no les hicimos caso y buscamos cobijo en Las Vegas donde la familia de Príamo era dueña de todos los casinos y Aquiles guardaba para sí un hermoso burdel.
Estuvimos un tiempo viviendo el sueño americano, pero extrañamos la pesadilla boliviana.
Supimos que hacíamos lo incorrecto y por eso lo hicimos.
Volvimos. Nadie se dio cuenta. Nadie nos dio la bienvenida. Nadie nos dijo que nos necesitaba.
Éramos felices a pesar de todo, creíamos en la nobleza de la derrota , en la virtud de la tristeza, en el profético poder del olvido por el olvido.
La alegría cuando era, era algo enorme, algo desproporcionado —no pudimos rescatar a Brando del Apocalipsis, pero se lo merecía.
Para entonces, un picaflor radioactivo dirigía una franquicia de globos aerostáticos en la mitad del altiplano.
Un tiempo nos emborrachábamos en sus oficinas hasta vomitar cuadros surrealistas, luego nos recogía una tormenta y nos dejaba solos en la cumbre de un nevado.
Cuando despertábamos, bajábamos a las ciudades a hacer filosofía en las cantinas. Nuestra epistemología fundamental.
“Emborráchate, desconócete a ti mismo.“
Al amanecer nos daba por hacer poesía. Entonces callábamos. El silencio es la mejor poesía.
Podíamos callar por días, años, hasta que a alguien se le ocurría que era hora de reír y reíamos hasta que se nos caían los dientes.
Luego a alguien se le ocurría que era hora de mirar y mirábamos más allá del universo hasta que nuestros ojos se desbarrancaban, como piedras adoloridas, en la voraz pendiente del abismo.
Luego nos abrazábamos y llorábamos y cantábamos y nuestro canto atraía coros de almas desintegradas y negras heroinómanas que emergían de la sombra y se nos juntaban para cantar el blues, el huayño y el bolero.
Entonces Ulises, emocionado, sacaba su charango y una esmeralda brillante para el deleite de las ninfas locas, que zapateaban hasta morir de un paro cardíaco, con las narices ensangrentadas, sobre la cabeza decapitada del planeta.
El universo nos recordará cuando ya no estemos.
Soñamos sueños que nos soñaron a nosotros y nosotros soñamos con hacer revoluciones y cosas esenciales pero en cambio llenamos las calles, los parques, los ministerios, los parlamentos y los palacios de hijos de puta.
Ustedes pensarán que no es demasiado perder un mundo. Más grave debe ser perder un abrazo, un poema, una lágrima. Y tienen razón. Un mundo. Qué más da. Si quieren ¡La galaxia! ¡El universo entero!
EL AUTOR EN BREVE Alex Aillón Valverde nació en Sucre, Bolivia, en 1969. Ha publicado los siguientes títulos: Para leer al Pato Donald desde la diferencia; Pop y otros escritos; y 4000. Revolución es su nuevo poemario bajo el sello de Editorial S. Aillón Valverde es periodista y comunicador social. Ha vivido y trabajado en Ecuador, Estados Unidos y Bolivia. Gestor cultural, catedrático. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Cultura Eduardo Abaroa el año 2013 y con el Premio Juana Azurduy en Poesía el 2015. En la actualidad Alex Aillón Valverde es Editor del suplemento cultural Puño y Letra del periódico Correo del Sur de la Capital de Bolivia, colabora con importantes publicaciones como La Barra Espaciadora del Ecuador y con la revista Iberoaméricana de Literatura Carajo. Aillón es columnista del prestigioso semanario chileno The Clinic. El 2015, el Premio Periodismo de Excelencia de Chile, escogió el trabajo de Aillón entre los más destacados del año. También es Director General de Editorial S y del grupo Ciudad Idea. |