Adiós, maestro

Vamos a ser sinceros: no es frecuente tener por profesor o catedrático universitario a un maestro. Un “maestro” con todas las letras y en el sentido cabal de la palabra, como lo era Gonzalo Gantier Gantier.

El poeta Gonzalo Gantier nos dejó la semana pasada. El poeta Gonzalo Gantier nos dejó la semana pasada.

Oscar Díaz Arnau
Puño y Letra / 11/07/2016 01:12

Vamos a ser sinceros: no es frecuente tener por profesor o catedrático universitario a un maestro. Un “maestro” con todas las letras y en el sentido cabal de la palabra, como lo era Gonzalo Gantier Gantier. Su fallecimiento, el pasado 6 de julio, deja una marca imborrable en sus alumnos de los años 1990 y 2000, en la carrera de Comunicación Social de la Universidad San Francisco Xavier.

Él, a la hora de enseñar, era apasionado (¿acaso un verdadero maestro puede no serlo?). Daba la impresión de que estaba dejando un pedazo de vida en el aula, y que lo hacía por nosotros, unos completos desconocidos, más bien curtidos con la indiferencia de sus colegas (salvo raras excepciones). El bajo nivel de profesores y educandos solía ser la tónica en nuestra universidad entonces. Y habría que realizar un diagnóstico serio para ver cuánto de eso ha cambiado en nuestros días. No creo que mucho.

Don Gonzalo (el “Coño”, así lo mentábamos en las horas libres por su uso frecuente de la españolísima expresión que denota asombro o disgusto) salió a rescatarnos, antes que nada, como personas. Había (¿hay?) una devaluación del universitario como persona. Por eso en una de sus primeras lecciones de Redacción y Estilo nos explicó el proceso de surgimiento de la idea, se entiende, previa a su materialización. Así se planteó la tarea nada fácil de enseñarnos a pensar. Porque, ¡coño!, “quien piensa claro, escribe claro”.

Recién llegado de Europa, había estudiado Sociología en la Católica de Lovaina y su método de enseñanza era, para nosotros, revolucionario. De pronto alguien se preocupaba por lo que realmente importa: pensar, hablar, escribir correctamente. Y sus clases eran magistrales: cuando no interesantes, entretenidas.

Este hombrón de pelos cenizos, aspecto desprolijo y abrigado en exceso, se presentaba con gran aplomo frente a su pobre auditorio que éramos apenas nosotros. Entonces, de su sencillo maletín negro extraía unas hojas amarillentas, del tamaño oficio, que llevaban siempre una letra de carta, enorme, para que se dejase leer a distancia. A menudo tenían algún texto intruso al reverso, porque habían sido recicladas por él.

Era un hombre culto, formado en múltiples disciplinas y en universidades donde la lectura exhaustiva no deja resquicio para la ignorancia. Sabía de Historia, de Sociología, de Filosofía, de Psicología, de Literatura, de Lenguaje. Pestañear en sus clases significaba que alguno de sus conocimientos —una anécdota, una cita o un poema impagable— pasaran de largo y no solo eso, seguir siendo nada más que los pobres de nosotros.

Tuve la suerte de compartir con él más allá de las aulas. Comenzamos con una gratísima experiencia: las tertulias que mantuvimos con un grupo reducido de alumnos suyos para leernos poemas. Yo, desde entonces, no dejé de visitarlo.

Me recibía en su casa y hablábamos de poesía, de ciencia, de escritores, de actualidad… en fin, de la vida. Las nuestras eran sesiones de una o dos horas que se desarrollaban normalmente en la sala de su imperturbable casa de la calle Azurduy, en cuyo jardín arbolado alguna vez dimos un calmoso paseo junto a su hermano del alma, Ramiro. Aunque también conocí su biblioteca, a la que había que ingresar con cuidado, esquivando unos libros apilados en el suelo. Estaban también los otros, que eran centenares: antiguos y nuevos, científicos y literarios, de texto o de referencia, más plácidamente ubicados en los anaqueles, a sus espaldas y a los costados.

Hace años que no escribía más a mano porque allí mismo, en la biblioteca, tenía una computadora de escritorio y un iPad, obsequio de uno de sus hijos. Admitiendo su incomodidad con las nuevas tecnologías, manejaba también la internet. Para la correspondencia, para alguna que otra lectura de su interés.

Le preocupaban temas como Dios, la Creación, la sociedad, la injusticia, la vida, la muerte, el amor, la mujer, la familia, su padre, la identidad, la pertenencia; temas que abordaba desde su cuádruple mirada histórica – filosófica – sociológica – psicológica, y desde aquella otra, más sensible, la artística. Muchos saben de su costado poeta; también era dramaturgo y un certero filósofo social.

Hombre reflexivo, metódico para la ciencia pero rebelde cuando se adentraba en el arte y la religión; seguidor de Jesús de Nazareth, crítico sensato de la Iglesia católica, tenía la ilusión de los cristianos de un cambio en el Vaticano por las acciones esperanzadoras del papa Francisco. Junto a Ramiro, su hermano teólogo, filósofo y sociólogo pastoral, y a su sobrino, el padre Bernardo Gantier, no he conocido mejores “iglesiólogos” en Sucre.

Al referirse a la dialéctica, desde los griegos, pasando por la Edad Media, me dijo que “esta época que estamos viviendo, para mí, no encuentra la síntesis. Comenzó una etapa en los años de la Primera Guerra (1914-1918) y en esta otra etapa, del siglo XX y el siglo XXI, el protagonista principal, Estados Unidos, está en decadencia. Pero ahora la lucha de contrarios sigue, hemos llegado ya no a la lucha de Alemania contra Francia, contra Inglaterra, contra España, etc. No podemos lograr la síntesis. Para mí, la esperanza de la síntesis son, hasta ahora, dos figuras: Nelson Mandela (figura de síntesis de época, ya no de pelea, no de clase social contra clase social, no de un estado contra otro; Nelson Mandela es el creador de un nuevo mundo) y Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco”.

Calificaba este tiempo como “individualista” y “ególatra”.

Aunque reconocía no ser un gran lector de novelas, le gustaba Vargas Llosa pero no García Márquez. No entendía cómo le habían dado el Nobel a Neruda y a Churchill, pero no a Borges, García Lorca, Unamuno, Ortega y Gasset ni Papini.

Probablemente nadie conoció más a Gonzalo que Ramiro, su hermano inseparable que alguna vez describió al poemario “Juventud y Canas” (1996) como “una ternura agresiva”, propia del “sentimental” en la tipología de Heymans y Le Senne. Ese libro contiene poemas seleccionados por alumnos de Comunicación Social, a quienes el autor dedica su obra. No hay forma de no advertir en ellos la influencia de García Lorca.

En “Dos ramas de un mismo tronco” (2004), Gonzalo hace una valiente autocrítica familiar y un severo análisis de los siglos XIX y mediados del XX, revelando —por ejemplo— la existencia de una doble partida de bautismo de Joaquín Gantier, el recordado Custodio de la Casa de la Libertad: en una, su madre es Fortunata Rodríguez, en otra María Valda. Nadie, hasta entonces, había reivindicado a la que fue la madre biológica de don Joaquín, una mujer de Siporo —la “Negra”— que habría fallecido a días de tenerlo.

Hacia el final de sus días, la familia era el cable a tierra de Gonzalo. Una de las últimas veces que nos sentamos a conversar me contó que, como todos los años, habían llegado sus parientes para reunirse en Navidad y Año Nuevo. Entonces, como siempre, por uno de sus yernos organizaron presentaciones de coros y por los nietos cantaron villancicos. La noche de talentos acababa siempre de la misma manera: “¡Y ahora, va a hablar el abuelo!”. Todos sabían que el abuelo no “hablaba”. Que lo suyo era la poesía.

El día que me lo contaba, el sábado 30 de enero, le tomé la foto que acompaña este texto. Recitó para mí lo que había preparado para su familia el último fin de año que pasó con ellos, el de 2015. Seguía siendo el mismo abuelito querible de siempre, el hombre íntegro y noble que entregó sus mejores años a la enseñanza de gente desconocida y mal preparada como mis compañeros y yo, marcados de por vida con una de sus lecciones más importantes: la de los seres humanos “sentipensantes”.

Ese día estaba completamente lúcido, como siempre. Solo admitía un mal: la “sejuela”, que después descifraba entre risas: “se jue la juventud”.

Yo, lo confieso hoy, abusé de su sejuela. Desconfiado como soy en mi memoria falluta, las últimas veces empecé a grabarlo, de contrabando. No podía ser tan necio y desperdiciar el honor de las lecciones particulares del maestro sabio, del irreemplazable.

GONZALO GANTIER EN BREVE
Poeta y educador sucrense. Con estudios en la facultad de derecho y ciencias sociales de la Universidad de Sucre. Ocupó cargos jerárquicos en el Ministerio de Educación y fue docente de la UCB, la UMSA de La Paz y de la Carrera de Comunicación Social de San Francisco Xavier, donde perteneció a la segunda generación de docentes que dieron continuidad y consolidaron dicha carrera en Sucre.
En una ‘Oración a Don Quijote’, escribió: “Una nariz de aquelarre / pegada a un rostro cenceño. / La adarga al brazo derecho / y el escudo al otro lado. / Así busca la justicia / con Fe, Amor y Esperanza, / mi señor, mi Don Quijote, / llamado Alonso Quijano. / Así galopa y galopa / desde la meseta hispana, / atravesando los mares, / sin importarle los montes / ni los ríos, los océanos, / hasta quedarse colgado / en las montañas del Ande. / Eres Camilo en Colombia. / Eres Marcelo en mi patria. / Eres King entre los negros / y en la América, Guevara”.

 

DÍAZ ARNAU EN BREVE
Oscar Díaz Arnau, periodista y escritor chuquisaqueño surgido del Taller de Cuento que Jorge Suárez dictó en Sucre a fines de los 90, ganó el Premio Franz Tamayo 2004. Tiene publicados un libro de cuentos (“Me cuesta decir burreras”, Gobierno Municipal de Sucre, 2005) y una novela (“Hermano Santos”, Ed. El País, 2011). Algunos de sus cuentos han sido antologados y publicados en varios libros de autores nacionales e internacionales. Díaz Arnau publica columnas en los principales periódicos de Bolivia. En la actualidad dirige la Revista ECOS de Correo del Sur y Sentido Común, un programa de análisis radial en Sucre.

Actualmente prepara una serie de relatos escritos a lo largo de los últimos diez años; entre ellos está “Vivir sin luz”, que hoy comparte con los lectores de Puño y Letra. El libro consta de al menos una decena de cuentos que incluye el cuento “Juro que no me acuerdo” el mismo que fuera ganador del Franz Tamayo, el más prestigioso premio a nivel nacional en el género de cuento.
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