El arte de representar. Sobre el último monólogo de Daniel Aguirre, “Novecento”

Un cuerpo salta, gira, cae, y se levanta; grita y solloza, entre gruñidos de objetos que vuelan y rondan en el aire, a la vez que mascullan un ambiente fantástico y enternecedor, suspendido por entonadas voces con...

El arte de representar. Sobre el último  monólogo de Daniel Aguirre, “Novecento”

El arte de representar. Sobre el último monólogo de Daniel Aguirre, “Novecento”

El teatro de Los Andes y 120 kilos de jazz

El teatro de Los Andes y 120 kilos de jazz


    Gabriel Salinas
    Puño y Letra / 23/10/2017 04:31

    Un cuerpo salta, gira, cae, y se levanta; grita y solloza, entre gruñidos de objetos que vuelan y rondan en el aire, a la vez que mascullan un ambiente fantástico y enternecedor, suspendido por entonadas voces con acentos diferentes. Cantos existenciales que entonan y desentonan a propósito, para crear una armonía más prolija, en la expresión dramática de un monólogo en el que intervienen varios personajes danzantes, alrededor de un núcleo poético en sí mismo: un artista diletante, que sin embargo, a pesar de toda la dinámica anunciada, reposa en su eje casi sin moverse hasta el final, creando una tensión sensible al espectador que resulta profundamente conmovedora. Pero ¿de qué hablamos?...

    Se trata del montaje de “Novecento”, obra teatral de Alessandro Baricco, en la adaptación e interpretación del chuquisaqueño Daniel Aguirre, que se presenta en el espacio “Qaway”, un experimento artístico en los ambientes refuncionalizados de la iglesia de Santo Domingo, para crear un teatro alternativo a las salas convencionales. Una mirada fresca, de la que Daniel habla con convicción a los espectadores, al término de cada función.

    Pero de retorno a la obra, y a los términos expuestos para hablar de ella en el primer párrafo, ponemos de relieve sobre todo, la cuestión de la armonía, ya que la historia del artista sobre la que gira la obra, aborda la vida de un músico extraordinario. En términos muy sencillos, la armonía es el arte de juntar los tonos musicales, y es un arte porque no tiene formulas, pero si reglas básicas que hacen un sustrato similar a las convenciones gramaticales en el lenguaje de las palabras; y lo propio sucede con la armonía en el lenguaje de la música, porque sí, el arte es un lenguaje, cómo dejó claro Gadamer, en el enunciado “el ser que puede ser comprendido es lenguaje”. No ahondaremos en mayores cavilaciones sobre este punto, sólo advertir que es necesario pensar que el lenguaje, la capacidad de representar algo, no se acaba en el modelo de las palabras, que tradicionalmente se asocian a un sentido acabado y finito, justamente esa es la distinción de Heidegger sobre aquello que puede decir el arte, que será algo abierto, e infinitamente vivo.

    Daniel representa a varios personajes, además del protagonista de la narración, pero también crea ambientes, emociones, tensiones y distensiones, junto a su equipo de producción, y ese es el aspecto clave de esta puesta en escena, como decíamos, la armonía. Si los sonidos se pueden juntar y lograr cierto efecto, es porque un tono musical al sonar transmite una determinada frecuencia que a su vez se desdobla en otras tonalidades llamadas armónicos, por ejemplo un do, lleva en su resonancia, a menor intensidad, otros tonos subyacentes, como sol, mi, si, etc… Esto permite de algún modo, que todas esas notas sean familiares y puedan empalmarse de forma distendida, reiterativa y segura en un acorde. Por otra parte, se sabe que al introducir otras notas, se creará una unión dispareja, y por lo tanto tensa, desproporcionada e insegura, lo que no hace a la combinación fea, sino diferente, por ello la armonía enseña a moverse entre estos dos campos: la tensión y la distención, creando un efecto dinámico aprehensible para el oído y el cerebro, que estimula nuestra sensibilidad, como si fuera un lienzo que el artista dibuja con sus manos.

    Igual que con el tono musical, del protagonista de la obra se desdoblan diversas voces; como si fueran otros tonos armónicos, surgen los personajes que lo rodean, para entablar diálogos en espirales ascendentes que luego se esfuman, entre palabras, expresiones corporales, efectos de montaje, y claro, también música, mucha música del gran John Coltrane, como el clásico “A love supreme”. Y todo esto muestra la efectividad de la puesta en escena dirigida y actuada por Daniel.

    La alegría de sentir las ilusiones, los miedos, la tristeza, la paz y el tormentoso lado de un ser humano son palpables, porque claro, si bien la obra trata de un artista, por descontado se debe inferir que habla de un ser humano, de su angustia existencial, milimétricamente trazada, en la maravillosa metáfora, de un hombre lleno de porvenir, que sin embargo no puede salir de un barco, donde nació y permaneció toda su vida, teniendo a su lado, a un personaje poderoso, pero maravillosamente sutil en la narración, el mar. Elemento que bien podría equipararse a la soledad, al aislamiento, la autocomplacencia, o el refugio etéreo dónde nos retiramos cuando la vida arremete con demasiada fuerza hasta volverse incontrolablemente tensa.

    Por otro lado, se encuentran las expectativas, el afecto, la complicidad y la admiración de los personajes humanos de la obra, la suerte de familia del huérfano Novecento. Voces que acaso delinean un perfil de humilde sabiduría en el protagonista, que asume sus limitaciones, a pesar de su gran talento, y agradece con llana sinceridad lo que tiene en la vida de forma distendida.

    Como se ve, se trata de los dos elementos, tensión y distención, múltiples voces que van a apareciendo como los solos consecutivos de los instrumentistas de una pieza de Coltrane, algo que, al ser presenciado, es sencillamente sensible, y no racionalizable, porque está bien hecho, porque el arte de juntar las voces en este monologó se ejecuto prolijamente y sólo queda disfrutar y hacer catarsis, porque todos nos podemos identificar con Novecento, pero gracias a la gran interpretación y montaje de Daniel y su equipo. Si el arte de la armonía no estaría bien planteado, semejante sensibilidad no podría ser creada, porque las expresiones mal enunciadas, no se entienden, a pesar de las mejores intenciones.

    El teatro de Los Andes y 120 kilos de jazz

    El Teatro de los Andes convocó a un taller intensivo en el que Aguirre se destacó y llegó a formar parte del elenco durante diez años, su carrera empezaba a consolidarse definitivamente.

    “Yo ya seguía el Teatro de los Andes cuando estaba en el colegio, me parecía un lenguaje muy extraño, muy distante para lo que yo pensaba, luego de trabajar con Zulli me introduje en todo esto y al ir a un taller por un año al Teatro de los Andes, terminé quedándome diez años, aprendiendo, investigando y creando colectivamente sobre el lenguaje del teatro, ese fue el espacio de formación más largo en el que he estado”, recuerda Aguirre.

    Con este elenco de teatro reconocido mundialmente bajo la dirección y dramaturgia de César Brie, formó parte de casi una decena de obras, ejerciendo diversos roles desde él trabajó en producción hasta la actuación. En compañía de Brie llegó a gestar un monólogo, una obra unipersonal acorde para Aguirre, ya un actor maduro, capaz de encarar este reto en las artes teatrales. Así se puso en escena “120 Kilos de Jazz”.

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