Tocando la rodilla de Aznavour
El cantante, con 70 años de carrera, compartió escenario con Edith Piaf, Frank Sinatra, Julio Iglesias y Plácido Domingo
Cuando aquella tarde de 2015, en la suite de un hotel de La Castellana, toqué con los dedos la rodilla de aquel hombrecillo de 90 años con aspecto de mito viviente embutido en una camisa de flores chillonas para ver si era de verdad, estalló de golpe y porrazo una evidencia irrefutable: que según qué gente ha traspasado el umbral de la lógica para contradecir el orden natural de las cosas. Ese era Aznavour, dueño de un discurso “política y poéticamente incorrecto”, como se autorretrató en aquella habitación cursi y en aquel rato extraño y vespertino. Qué tío, pensamos en aquel momento ante la mezcla de vulnerabilidad física y fuerza dialéctica. Qué gente, debió de pensar él ante nuestros gestos de contertulios fácilmente impresionables.
Fue el cantante universal, un crooner para la eternidad. La bohème. Que c’est triste Venise. Il faut savoir. También un actor de cine y un seductor de la primera hora. También el partenaire de Edith Piaf y de Frank Sinatra, de Julio Iglesias y de Plácido Domingo, de Peggy Lee y de Liza Minnelli. Shahnour Varinag Aznavourian, un francés de origen armenio de la cabeza a los pies (lo uno y lo otro, la francitude innegociable y glamurosa y la impronta armenienne en los reivindicativos genes contra el genocidio contra su pueblo) decía cantar para una persona aunque delante de él hubiera 200 o 3.000. Sí, lo ha adivinado: esa persona era usted solo usted. O yo, y solo yo. O tú y solo tú. Precisamente eso, ese viejo sueño cumplido: el de hacerte a la idea, ingenuo como una amapola, que el astro estaba actuando solo para ti. “El público es una persona, así que cada espectador piensa que canto solo para él. Esa es la verdad absoluta”.
Lo comprobé una noche casi perfecta de primavera en el Liceo de Barcelona. Casi dos horas y media de recital. Treinta canciones. Incluidas dos que Aznavour hizo repetir a su banda “porque esto suena horrible”. Así que los esforzados —y fantásticos— músicos, que ya conocían el percal, componían gesto de corderito degollado y, entre divertidos e impotentes, reanudaban la noche. ¿Sería un montaje, sería una coña? Puede. Pero era impagable ver a Charles Aznavour, diminuto en mitad del escenario gigante, dibujar puñetazos en el aire y pronunciar “esta gente ha pagado su entrada, ¿qué se creen ustedes?” en dirección a sus músicos.
Ahora se ha muerto, de acuerdo pero, antes de eso, Aznavour ha tenido tiempo de pasarse 70 años sobre las planchas y en los estudios, de vender más de 100 millones de discos, de cuidar sus queridos olivos en el sur de Francia, de porfiar en el trabajo para que las musas le pillaran en el tajo (“no tengo inspiración, no tengo imaginación, solo tengo ideas”) y, en la estirpe de Charles Trenet y Maurice Chevalier y Carlos Gardel (“fueron mis maestros”), dejar grabada en la caída de ojos de su rostro de mimo triste, la frase que todo lo ha de justificar y a la que siempre habremos de volver: “El espectáculo debe continuar”.
Aznavour, la melancolía reposada
El cantante francés huyó de las posturas irónicas y descarnadas, lo suyo era la dulce Francia
JESÚS FERRERO
Pensaba Borges que a menudo los hombres que representan a un país en el concilio del mundo suelen ser la negación de ese país. Shakespeare parece un escritor del barroco español, Cervantes parece dotado de una ironía genuinamente inglesa. Algo semejante ha ocurrido con Charles Aznavour, hijo de armenios, que acabó siendo armenio y representando a Armenia en las Naciones Unidas y que, sin embargo, pasa por ser el cantante que mejor ha encarnado a Francia por su dulzura, la suavidad de sus tonos y la melancolía reposada y sin acidez de buena parte de sus canciones. Y sin embargo, si uno se acerca a la música popular de Armenia, aceptará que Aznavour nunca fue del todo ajeno a sus raíces y a las de sus padres. Algunas de sus canciones tienen un vago aire oriental de procedencia armenia y turca, camuflado tras un ritmo de textura pop, al que Aznavour se adaptó cuando, en los sesenta, las discográficas decretaron que la chansoncanallesca de posguerra, que fascinaba a Gil de Biedma, estaba muerta. Aznavour era de la generación de Barbara, Brel y Gainsbourg, pero huyó de las posturas irónicas, cínicas y descarnadas. Lo suyo era la dulce Francia.
Es casi seguro que su canción más gloriosa es La bohème, en muchos aspectos es una canción perfecta por su melodía y su letra. A veces duele escucharla porque nos recuerda una época de nuestra vida en que la pobreza no estaba reñida con la dicha. En 2014 vi que le hacían un homenaje en la televisión francesa y me pareció un incombustible. Tenía entonces 90 años y había empezado a cantar en la edad de los existencialistas. Era una reliquia y a la vez estaba lleno de luz. ¡Chapeau, Charles Aznavour!
La herencia de Aznavour
”Han pasado treinta años desde que hice mi testamento”, explicó. No quiero pelear por una cuchara o un tenedor, eso es ridículo y eso es lo que sucede a menudo “, dijo Charles en el programa. Se estima que la herencia de Aznavour ronda los 145 millones de euros. La revista Challenges aseguró en 2012 que sus propiedades inmobiliarias, y especialmente sus residencias en Suiza, inflaron esta cifra.
Una cifra muy golosa que bien sabía el cantante que podía llevar a futuras disputas. Por eso, prefirió evitarlo y lo planeó todo, para evitar problemas a los seis hijos que tuvo en sus tres matrimonios. Por lo que a su legado musical respecta, el francés no tenía tanta preocupación. “Ninguna importancia. Seguirá siendo lo que quedará, dijo. Me gustaría que quedara mucho, porque los derechos de autor serán para mis nietos”.
A lo largo de su carrera, el músico vendió más de 100 millones de copias. Pero no acabó todo aquí, pues también se convirtió en empresario tras crear la compañía Abricot S.A.