LA GULA

La Gula queda simbolizada en un cerdo, lo cual es bastante lógico si se piensa bien, y su color es el naranja. Su penitencia consiste en comer insaciablemente sapos, culebras y ranas.

LA GULA LA GULA

Edgar Sandóval
Puño y Letra / 04/11/2018 22:43

En la literatura orureña fantástica, uno de los nombres que más destaca es el de Edgar W. Sandoval. Ahora, el autor de Yawar Pampa acaba de presentar otro volumen de cuentos titulado Pecados Capitales. Como adelanto y en exclusiva, Sandoval nos envía Gula, uno de los relatos que están incluidos en su última obra. La ilustración de la portada es de la chuquisaqueña Francesca Oña.

La Gula queda simbolizada en un cerdo, lo cual es bastante lógico si se piensa bien, y su color es el naranja. Su penitencia consiste en comer insaciablemente sapos, culebras y ranas.

El rollizo general Ramallo, intendente de la pacata ciudad de Oruro, sintió la enorme presión en el estómago aumentando hasta proporciones insoportables, cuando al fin tuvo que abrir los parpados y sorprenderse hasta la locura, pues esperaba encontrarse en un conocido restaurante de la ciudad, sin embargo se encontraba ante el mismísimo Huari, y junto a él, el ominoso y obeso demonio de la gula, danzando pesadamente alrededor suyo.

Horas antes, a las doce en punto, se había encaminado a su restaurante favorito, para comer a sus anchas el plato que su gula le había dado nombre: El Intendente.

Hacía ya mucho tiempo que el intendente, aprovechándose de su posición privilegiada en el ayuntamiento orureño, esquilmaba a las pobres dueñas de fondas y restaurantes, exigiéndoles sendas coimas y abundante comida gratis, a cambio de su vista gorda ante las supuestas “graves infracciones” cometidas por las pobres trabajadoras.

Debido a esto era odiado por los dueños de negocios y por las vendedoras del mercado, pues además de corrupto y ladrón, su sola visión causaba repugnancia: cuerpo gordo hasta la morbidez sudando grasa y oliendo a pestes, poros inmensos, cachetes gruesos, papada doble, ojos pequeños y vivaces, estatura baja y el carácter pedante que solo saben poseer los funcionarios públicos en esa escuela maldita que es la burocracia.

Pateaba puestos de cholitas vendedoras, exigía reverencia a su obscena y descomunal humanidad, pidiendo de ellas, sus desgraciadas súbditas, los honores en las más diversas formas y especies, cuando no en contante y sonante. Pero las más sufridas eran las dueñas de restaurantes a la hora del almuerzo, pues a ellas exigía todo del menú, en una sola comida digna de Calígula.

Cuando entraba en un restaurante pedía como amo y señor del lugar: “Póngale un lomito, unos choricitos, una piernita de pollo, un costillarcito de cordero, unas tripitas y una criadilla, con arroz, papita y lechuga…” y allí iban las cocineras, abandonando los platos de los otros comenzales para preparar el plato del intendente.

Ni bien se acercaba el corrupto funcionario público, y ya gritaban las meseras: “¡El plato del intendente!” sabiéndose de antemano, ganadoras del despreciable número en la lotería del general.

Pero lo que nadie sabía era que poco a poco el demonio de la gula, arrastraba su pesado cuerpo tras la senda del intendente, arruinando su vida, privándolo del amor, la amistad, la salud y de su alma corrompida. Se sentaba él, ávido del sublime placer  de la comida, mientras atrás, el demonio gordo bailaba en descompás, su danza de muerte y voracidad.

El día que el organismo del intendente no pudo más y murió, la ominosa lotería había recaído en el mentado restaurante. El intendente fue como de costumbre, a comer su orgiástico plato, con el diablo a cuestas, siendo que antes ya se había dado un atracón de chorizos en la ranchería y otro de frutas en el mercado. Llegó al restaurante y pidió un intendente, como ya era conocido, y lo rego con cerveza a voluntad, pero el demonio se le subió encima, apretándole las entrañas y el vientre. Hizo un esfuerzo supremo para terminar el plato, pero la grasa acumulada en los muchos años de denodado esfuerzo alimenticio, cobró la factura con el diablo gordo a sus espaldas.

Salió sudoroso y fatigado a comprar un digestivo a la farmacia, con el paso vacilante por el peso del cuerpo y del demonio, pues le faltaban las fuerzas que la vida de excesos le quitó, cuando de repente cayó a tierra  fulminado. El demonio de la gula quedó satisfecho de su obra. Ramallo despertó ante Huari, con el demonio de la gula danzando detrás suyo, y ofreciendo a su amo el fruto de su trabajo, el alma del intendente. Huari sonrió satisfecho, mientras el intendente sintió su estómago reventar y al mismo tiempo un hambre eterno, obligándolo a comer por la eternidad los manjares escamosos del dolor.

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