HUÉSPED DE LOS MUERTOS
En la penúltima entrega de nuestra serie de nuevos narradores chuquisaqueños Pan para rato, Fabricio Callapa selecciona un texto de Sergio Montalvo.
Como era de costumbre, salí a dar un paseo vespertino en una bicicleta vieja y oxidada que conservaba desde mi adolescencia. Mi objetivo siempre era el mismo: recorrer la carretera que conducía a Yotala. Estaba a kilómetros de llegar cuando una terrible tormenta se desató. Angustiado, ante tan temible demostración de poderío por parte de la naturaleza, frené en medio de la carretera y arrastré mi bicicleta hacia el borde del camino, en medio de los fangosos y hediondos charcos que se habían conformado alrededor.
Como tamo que arrastra el viento, era ladeado de un lado a otro por las corrientes de aire que recorrían furiosas el paisaje, los relámpagos chisporroteaban en el cielo mientras los truenos estremecían la tierra. Más de una vez estuve por caer en el vacío de la quebrada a causa de los temblores y aquellos lodosos bordes de la carretera. Pero entonces, no tardé en verla a la distancia...
Era la antigua capilla abandonada de San Bartolomé, a un par de kilómetros antes del Liceo Militar. Si hubiese sido más fuerte, gustoso habría recorrido ese par de kilómetros en medio de la tempestad, para no ir a refugiarme en tan repugnante y escalofriante sitio.
Muchos eran los rumores que esparcían los habitantes de terrenos aledaños, apuntando siempre a hechos macabros y visiones fantasmagóricas que circundaban la zona. Más de uno había visitado a la alcaldía exigiendo que demolieran por completo aquellas ruinas de enigmática peculiaridad. No obstante, a pesar de ser consciente de todas aquellas historias alrededor de aquellos escombros abandonados, no tenía más opciones para resguardarme. Las extremidades me temblaban por completo, el rostro se me había entumecido por el frío, y simplemente creí que era un milagro el que estuviese todavía de pie. Así fue como avancé algunos metros a lo que, irremediablemente, sería mi refugio.
Cuando por fin llegué a estar bajo al alero del techo semiderruido de aquella ermita, una extraña sensación de calor recorrió mi cuerpo. Las mejillas, al igual que las piernas y los brazos, me ardían sin explicación alguna, sentí como si hubiese tragado carbones ardientes. La lluvia aun caía con premura, mientras el cauce del río aumentaba a creces, arrastrando a su paso, lodo, piedras, troncos, y otros arbustos arrancados por la corriente. No había a dónde ir y, si esto continuaba, de seguro anochecería y era lo último que podría desear.
Acurrucado en las paredes de la fachada como un repulsivo arácnido, traté de no pensar en nada, quise cerrar los ojos y dejar que el tiempo pasara, pero el dolor que tenía por las quemaduras del frío eran insoportables, olí algo muy familiar y a la vez imposible. Era el humo que provenía de… ¡una fogata! Pero, por más que mirase a todos lados, no podía ver un solo lugar donde sería posible encender fuego, entonces la lógica se hizo evidente, si había fuego, este tendría que estar encendido dentro de la capilla.
Por un momento pensé que estaba delirando, que había enloquecido por la desesperación, que estaba en los últimos minutos de mi vida. Decidí ignorar mi olfato porque, sabido está, es el sentido menos desarrollado por el hombre. Sí, eso debía ser una confusión, un desatino de la percepción de la realidad, pero luego toda duda fue despejada cuando mis pupilas captaron aquellas rojas y danzarinas llamas que se exhibían delante de mí.
Y quizás fue una coincidencia, pero llegué a ver aquella hoguera una vez que, de manera inexplicable, las putrefactas puertas de roble de aquel oratorio se abrieron de par en par frente a mis narices. Así que no estaba loco después de todo, si había fuego, aunque eso implicaba racionalizar... ¡¿Cómo diablos se habrían abierto de repente aquellos pesados portones?! Mi mente ya no respondía, solamente el cuerpo que, maltrecho y estrujado por el frio y la lluvia, aún era capaz de moverse. Primero, di un paso hacia el interior, luego otro y otro, hasta que terminé de pie frente aquella reconfortante y bendita fogata de enigmática procedencia.
Apoyé mi bicicleta en una de las paredes carcomidas por el tiempo y la humedad, me acurruqué frente a la cálida hoguera olvidándome por completo del lugar en donde estaba. Ya había anochecido para entonces.
Poco a poco había entrado en calor, mis sentidos habían recuperado su lucidez, las extremidades ya no me dolían tanto y el vigor se había apoderado nuevamente de mis músculos. Con un tanto de expectación, noté que aquel fuego inusitado comenzaba a menguar, así que me levanté de golpe y busqué algún trozo de madera o paja que pudiera avivar las llamas. Miré por todos lados y lo único que divisé fue unas viejas bancas rotas y amontonadas. Tomé cuánto pedazo de madera pude y corrí nuevamente exasperado hacia la fogata que por poco estaba desapareciendo.
Con algo de paciencia, y después de haber avivado las brasas, el fuego recuperó su fuerza, las llamas se levantaron como si hubiese vaciado un bote de gasolina. Fue en aquel momento que levanté la mirada de golpe y atónito contemplé los hermosos frescos que decoraban el techo y las paredes. Estos eran de una singular belleza, estaban pintados al clásico estilo colonial, con algunos toques renacentistas. En ellos se podían apreciar episodios de la biblia y la vida de los santos, pero también algunas extrañas, figuras monstruosas y demoníacas que parecían ser tomadas del Apocalipsis. Dirigí mi vista hacia altar y divisé hermosas esculturas hechas de madera y mármol, las cuales representaban a santos, ángeles y otras figuras de sacra naturaleza que, sin haberlo notado antes, habían estado fijando sus pétreas miradas hacia mí desde el primer momento en que había puesto un pie en la capilla.
Ante tan deslumbrante visión, muy pronto me llegó el sosiego, la paz y la tranquilidad, extrañamente un aura de inmaculada espiritualidad lo embargaba todo y brisas calientes, con aroma a incienso y otras esencias, deleitaron mi olfato. No tardé en recostarme para quedarme profundamente dormido.
...
Había amanecido cuando desperté, la tormenta había cesado por completo y las ropas, aunque un tanto húmedas, ya no me provocaban tantas molestias. Quise quedarme un rato en aquel lugar y recomponerme por completo, después partiría hacia mi hogar con la idea de haber pasado una noche maravillosa.
Pero todas mis ilusiones, e incluso la razón misma, se desvanecieron cuando al levantar la vista me topé con un montón de huesos putrefactos y mal olientes debajo del altar y en el lugar en donde había estado la fogata, tan solo brasas apagadas, humo y hollín esparcido alrededor. Los hermosos frescos que había contemplado por la noche, en realidad eran manchas de sangre, heces de roedores y otras alimañas nocturnas, que estaban plasmadas y salpicadas por todas partes. Todo aquello era evidente, porque aún desprendían esa peste característica. No quería seguir viendo, pero mis ojos no se detuvieron al recibir cada una de esas percepciones y procesarlas con dificultad en mi cerebro. Mis globos oculares enloquecían dentro de sus orbitas. Entonces el horror llegó a su cúspide... en la parte del fondo, detrás del al altar precisamente, se exponían sin ningún reparo, un montón momias secas que estaban en posición fetal y que, de alguna manera, habían sido extraídas de las chullpas del antiguo incario. Las cuales por la noche había confundido con sagradas reliquias hechas de madera y granito. Sus vaciados cuencos eran los que me contemplaban y sus extremidades yacían retorcidas y desechas.
Tan solo el fuego fatuo había sido real... el fuego sagrado de los muertos.
El autor
Nací en febrero de 1990. Estudié dibujo y pintura por tres años en la Escuela Superior de Artes Plásticas “Raul G. Prada”. Participé en exposiciones colectivas e individuales. Obtuve dos premios: el Primer Lugar del II Concurso de Dibujo Raul G. Prada (2009) y el Premio Juana Azurduy de Padilla (2013). Actualmente estudio Psicología en la Universidad San Francisco Xavier y formo parte la revista artesanal de narrativa Lluvia Inversa.
La ilustradora
Marlín Leañez Cruz (Imilla gato). Más conocida como Lina Mau Cruz, nacida en Sucre, Bolivia. Licenciada en Ciencias de la Comunicación Social de la Universidad San Francisco Xavier y gestora cultural. Distintas facetas laborales le permitieron incursionar en distintos campos y técnicas dentro del rubro como el diseño gráfico, la ilustración, el dibujo; asimismo locutora en Radio La Bruja FM, activista feminista, actriz de teatro parte del grupo Fantasmático. Se dedica también a la producción audiovisual con el colectivo “La Linterna” Cine Club.