Las caseras

Nuestro colaborador Fernando López hace una radiografía emocional de nuestra relación con las “caseritas”, una especie en peligro de extinción en América Latina, pero que en Bolivia todavía se reproduce de manera saludable.

Las caseras Las caseras

Fermando López Serrano
Puño y Letra / 17/06/2019 02:31

En Bolivia a la hora de ir al mercado o a la tienda, tenemos en mente un ser cercano y lejano a la vez. Esas son las “caseras”. En cuanto sales en busca de algo, sabes dónde ir, sabes dónde está aquello que necesitas y quién lo vende y cuando llegas y no está o el puesto está cerrado, te sientes un poco perdido, un poco decepcionado y compras de otra persona con cierta desconfianza.

Tengo una casera que vende gelatinas, budines, flanes y gelatinas de pata que me conoce desde que soy niño pues, ahí solían dejarme mis papás mientras ellos hacían las compras. Hace unos años conoció a mi hijo a la misma edad que me vio por primera vez y, una vez más, el tiempo pasó delante de mí y me dio un pisotón.

Todos tenemos caseras de una u otra cosa: de pan, de salteñas, de hamburguesas; todos en Bolivia tenemos más de una casera, ese poliamor depende al  producto, existen caseras del tomate, del queso, de los huevos, de la carne, y no es lo mismo un casero, no es lo mismo tratar con un hombre que con una mujer a la hora de hacer compras, el trato que dan las caseras tiene un poco de madre, un poco de hermana, un poco de abuela; el cariño hacia “la case” es preferentemente femenino.

Las caseras te tratan con cariño, te acercas y todas las palabras se vuelven diminutivos: “Hijito”, “caserito”, “dos bolivianitos el montoncito”, “cinco pesitos la bolsa papito”. Te hacen creer que eres su preferido, y si bien sabes que no lo eres, te lo crees y es bueno sentirse así por aunque sea un par de minutos.

En el mercado central de Sucre, en la segunda planta, entre el sector de las caseras de tojorí y de las caseras de verduras, se encuentran unas señoras, ordenadamente ubicadas y respectivamente uniformadas, que se han dedicado a ese ancestral y noble trabajo de moler ají y preparar aquello que en ninguna mesa boliviana falta. La llajua.

Hora pico, 12:15 p.m., la gente camina con prisa dentro del mercado y busca con prisa lo que avisaron desde casa que faltó para el almuerzo o lo que planeó comprar de camino a casa desde la oficina. 

Esquivando a la gente y elevado por el olor de los chorizos, subo las gradas y me encuentro a doña María que desde que me ve me sonríe como adivinando mi intención:

– hola hijito, qué vas a llevar, ¿llajuita?

– si doña María, un boliviano por favor

– ¿picante?, ¿suavito?

–no tan picante.

–ya papito, ¿con cebollita?

–sí, con todo por favor

Doña María está rodeada de unos recipientes con ají molido en polvo formando una montañita; fuentes de fierro enlozado, blancas, limpias y bien cuidadas en las que destacan por sus colores el ají rojo y el amarillo; dos variedades de locoto molido, uno con picor suave y otro que parece herramienta de tortura; el tomate hecho puré para la mezcla, la cebolla de verdeo y claro, la wacataya.

Lo mínimo que vende tiene el valor de 1 Bs. y consta de una cuchara y media; hay quienes compran así de poquito y tras que llevan por kilos, ya sea para su casa o su restaurantes o para mandar en encomiendas pues, como dijo mi amiga Ceci Campos que vive en La Paz: “cuando estás lejos aprendes, que este es el mejor regalo de visitas, cumpleaños y, navidades que puede enviarte tu familia en el paquetito de las encomiendas”

Una de las tantas veces que fui a su puesto me atreví a preguntarle su edad y aquella vez las personas que estaban a mí lado respondieron por ella: 

-Doña María tiene 16 años, dijo una señora mientras ponía dentro de su bolsa de mercado los dos bolivianos de ají rojo y que luego se riendo. 

-No, doña María es una veinteañera –dijo  otra señora y acotó –y está buscando otro veinteañero. Nos reímos todos y doña María me retó a adivinar su edad: tibio, me dijo a mi primer intento; tampoco, te has pasado, me dijo en el segundo y tras un breve silencio respondió: Tengo 70 años hijito.

Me despedí con las mismas palabras de siempre, el mismo agradecimiento que todos le pronuncian, nos miramos como siempre, con la misma mirada que todos le dan y me fui. Doña María tiene los ojos de mi abuela, de la tuya, de la abuela de todos; sus ojos te expresan cariño y sus palabras cuando te acercas, hogar. Ese hogar que ya no existe o que está lejos, esos ojos que ya no ves o que simplemente ya no están.

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