ASHLEY

El escritor boliviano Rodrigo Urquiola Flores una vez más se lleva un premio a nivel internacional, esta vez el XXV Premio de Relatos José Nogales con su cuento "Ashley"

El escritor boliviano Rodrigo Urquiola El escritor boliviano Rodrigo Urquiola

Rodrigo Urquiola Flores
Puño y Letra / 24/06/2019 17:59

El escritor boliviano Rodrigo Urquiola Flores una vez más se lleva un premio a nivel internacional, esta vez el XXV Premio de Relatos José Nogales con su cuento "Ashley". La obra, elegida por unanimidad del jurado, ha destacado principalmente “por su elevada calidad literaria” entre los casi 500 relatos presentados al certamen. Urquiola tiene la gentileza de compartir con 

Puño y Letra un adelanto del cuento ganador. ¡Qué lo disfruten!

 

Siempre que pienso en Mariana se me viene a la mente el olor de la noche en la Pérez Velasco y el cansancio de la huida, como si la memoria me agitara el pecho al recordarme corriendo. Porque eso es lo más que hicimos aquella noche de descubrimientos, escapar de ellos.

Durante el recreo de ese viernes de colegio, Salomón nos dijo, después de contarnos sus experiencias nocturnas en el centro de la ciudad:

–Las putas son lo peor y lo mejor que hay en esta vida.

Nosotros necesitábamos saber por qué lo decía. Y fuimos adonde nos dijo que encontraríamos la respuesta a ese algo que se movía en nuestras entrañas y que quería salir a toda costa de nuestros cuerpos.

El olor de la noche en la Pérez Velasco actual no es igual al de ese entonces. Quizás sea porque ahora un puente lleno de luces te lleva desde ahí hacia la calle Comercio sobre unas jardineras que dividen la avenida en dos carriles. Quizás porque las noches, sobre todo esas que parecen andar en círculos y ser una misma noche siempre, también envejecen y, como son trozos de oscuridad flotantes, nada más, están condenadas a no morir y se pudren de tanto esperar.

Subimos la avenida América, la que llega hasta la Estación Central, donde ahora está la parada del Teleférico Rojo, sobre la acera menos iluminada. Vimos de soslayo a varias prostitutas gordas sentadas en las puertas cerradas de los negocios diurnos y, hacia el final, a unas más flacas, de pie, con los cabellos de colores estridentes, fumando, conversando entre ellas. Hicimos suertes y le tocó a Mendoza preguntar. Pasamos la calle y, quizás agachándonos demasiado, intentamos mirar esos rostros. No era lo que esperábamos. Alguien extendió un brazo que finalizaba en unas uñas carmesí y agarró de la chompa a César, que se había aproximado demasiado. Solo atinamos a jalarlo de sus ropas para liberarlo y corrimos como si aquellos hombres vestidos de prostitutas se hubieran lanzado en cacería nuestra.

César estaba pálido y nos reímos bastante. Aunque sabíamos que nadie nos perseguía, no habíamos dejado de correr. Quizás solamente corrimos para que nuestra risa adoptara un sabor distinto. Quizás fingimos el miedo, nada más.

–Allá es el Señor de Mayo –dijo Sergio. –Yo conozco.

Lo seguimos en silencio. El Señor de Mayo es un edificio de seis pisos cuyas primeras dos plantas son galerías de ropa. Subimos los peldaños despacio, no queríamos una nueva sorpresa. Llegamos a los cuartos resguardados por puertas de madera. Algunas mujeres nos llamaban. Eran distintas a las que estaban sentadas en la calle, eran más atractivas, más jóvenes. Me tocaba preguntar. Golpeé una de las puertas que estaba cerrada. Abrió un joven que parecía tener nuestra misma edad, quince, dieciséis. Nos preguntó si queríamos chicas. Asentimos y nos mostró un sillón para que nos sentáramos.

–Seis señoritas tengo ahorita –dijo, cerrando la puerta, y luego, hablándole al cuartucho improvisado tras unas cortinas: –¡Presentación!

Aquí la noche era más espesa, tal vez por la luz roja que caminaba por encima de todas las cosas, quizás por el humo del cigarrillo que daba vueltas y vueltas. Las moscas le daban vueltas a los focos, círculos incansables.

Vimos a seis mujeres que solo vestían minifaldas y sostenes. Entonces la vi, a ella, a Mariana. 

–Y ella es la señorita Ashley –enumeraba el presentador.

Ella también me vio. Nos vio. Abrió la boca como si estuviera a punto de decir, imaginé, mi nombre. Me levanté. Mis amigos también la reconocieron, estábamos en el mismo colegio. Sentí miedo y salí corriendo. Temí que les contara a mis padres de mi visita al edificio de las putas, en eso pensaba, en la vergüenza. Bajé las gradas como si Mariana, o Ashley, hubiera extendido el brazo para agarrar mi chompa y su brazo pudiera descender los pisos del edificio sin necesidad de que ella corriera detrás de mí.

Cuando llegué a la avenida, descubrí que no había huido solo. Mis amigos corrieron también. Por suerte no nos confundieron con ladrones, que si encontraban a alguien con nuestro color de piel y con las ropas que llevábamos corriendo por las calles del Centro sospechaban de inmediato.

En ese momento no dijimos nada; tampoco cuando estuvimos en el micro 42 que nos llevaba al Sur. Sergio contó un chiste y se forzó a reír, pero no resultó. El silencio era la única opción, la mejor respuesta.

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