Las “tapacoronas”
Una crónica urbana de Daniel Averanga Montiel que nos hace recordar el valor sentimental de las tapacoronas, aquellos objetos que nos remiten a la niñez, a nuestros barrios y a la imaginación de lo popular como un arma de sobrevivencia.
Una crónica úrbana de Daniel Averanga Montiel que nos hace recordar el valor sentimental de las tapacoronas, aquellos objetos que nos remiten a la niñez, a nuestros barrios y a la imaginación de lo popular como un arma de sobrevivencia.
UNO
Las “tapacoronas” han constituido la característica de las calles pavimentadas, empedradas o de tierra de todas las zonas de la ciudad de El Alto. A nadie molestan, incluso sirven como adornos o como referencias de que el tiempo, aunque transcurra rápido y febril, no deja de ser un elemento que puede vivirse desde el oasis que son sus formas y brillos tan mondo-piccolo, tan comarca universal.
La razón a esto último es que las tapacoronas han estado siempre ahí, al menos para las últimas generaciones de alteños que las han visto en la calle, enteras, aplanadas o casi desaparecidas, siempre atiborrando de su esencia la naturaleza del cotidiano, incluso son pretexto para hablar de otros asuntos, aunque fluyan y se combinen en las referencias, a veces hasta sin ser mencionadas. Adolfo Cárdenas, en “Periférica Blvd.”, incluye a una tapacorona en cierta escena pseudoerótica, bastante subida de tono para los no acostumbrados al grotesco social; Victor Hugo Viscarra las considera, y mucho, pero nunca las nombra: se las percibe, intuye, siente, aunque no aparezcan en ninguna crónica de su autoría, mientras que Antonio Paredes-Candia sí las usa, y bien, en sus “novelines”, pero más como elementos del paisaje que como objetos invasivos.
Y mucha gente recuerda, desde las tapacoronas, su pasado.
DOS
Fernando Ucharico recuerda que, en los noventas, las tapacoronas servían a los niños incluso como arma para defenderse:
“Las aplanábamos hasta que parecían discos, afilábamos sus cantos y las escondíamos en el puño o en los bolsillos; si alguien nos molestaba, las sacábamos. Incluso el David [amigo de adolescencia de Fernando] las afilaba de un extremo y del otro lado las doblaba como para acomodarlas en una especie de nudillera, para agarrar a puñetes a los maleantes, como en esa película de Van Damme”.
“Kickboxer”, indico.
“Sí, Kickboxer; también mi mamá usaba tapacoronas para hacer payasitos”.
Pero ¿cómo?
Fernando me explica que se deben aplanar unas cien tapacoronas, veinte para cada extremidad y para el torso, se tiene que agujerear cada una en el justo centro y pasar por cada grupo de veinte un alambre que se unirá a los demás, formando un cuerpo; por último, se adhieren manos, pies y cabeza, construidos con tela o con lo que se tenga a mano.
TRES
En la frontera de las zonas Bautista Saavedra y Puerto Camacho, al oeste de la ciudad, más allá de Río Seco y de la ex Fábrica de Vidrios, se pueden encontrar iglesias sin valor histórico, producto del trabajo del padre Sebastián Obermaier junto al accionar vecinal; en esas iglesias, o mejor, detrás de esas iglesias, encontramos a niños que buscan tapacoronas para sus trabajos prácticos o sus juegos, imagen que parece un bucle proveniente de un pasado de sábados soleados y de domingos anaranjados, y que se retuerce de forma deleznable hasta un presente sin sol pero sí con niebla baja que humedece los cabellos.
Este límite de zonas es, por antonomasia, un viaje al pasado, no solo por esta actividad, sino por el aire perirural del que están barnizadas las paredes de sus calles.
Encuentro que los niños de estas zonas usan las tapacoronas como discos aplanados con piedra, puestos como rueditas en cajas de cartón que hacen de autos, o como sustitutos de Chipitaps más pesadas, fieras e intimidantes; pero también veo nudilleras al estilo “Kickboxer”, diseñadas por adolescentes que, con sus miradas llenas de estoicismo innato, me explican que siempre es bueno cuidarse.
Al volver a pie a la Avenida Juan Pablo II para tomar minibús, veo a niños de entre cinco a nueve años en un parque con piso de tierra, todos ellos cuidados por una mujer; los niños, con las mejillas ocres por la p´aspa (el rajado de piel), me sonríen y saludan, como los niños de las comunidades saludan a los extraños: “Hola tío”.
Ellos coleccionan tapacoronas como antes otros hicieran.
Su lenguaje está cabalgando entre el español y el aymara. No sienten vergüenza por hablar su lengua madre, quizá uno de los únicos logros de la ley Nro. 070 de la educación en las aulas.
Es Agosto. Hablo con doña Nelly Choque, la mujer que estaba cuidando de los niños en ese parque; es vecina de la zona. Ella, madre y ama de casa, no trabaja y ha aceptado cuidar de los niños de los vecinos, sus amigos, mientras ellos trabajan en la ciudad; luego, me muestra un muñequito hecho con tapacoronas que tiene el mismo diseño explicado por Fernando Ucharico, salvo por un detalle, no es un payasito: la cabeza es de una pelota de plástico pequeño, deformada para que parezca una cabeza real; aunque era originalmente de color blanco, ella lo pintó con azul y color crema: parece el Capitán América.
“A mi hijo le encantó” me dice, y su hijo se acerca y nos arrebata el juguete para mostrarlo a sus amigos. Veo que todos están desarreglados, impregnados con la tierra del lugar. Más tarde, uno de los niños me diría que desayunan pito de cañahua con café; café, el destilado, ese que se hace pasar y que cuesta entre Bs 2,50 y 3 y que es el único aperitivo que reciben de sus padres. En este cruce de zonas tampoco existen tiendas nutridas. Hacia la avenida Juan Pablo II hay restaurantes que sirven lo de siempre: fideo, papa y carne; fideo, papa y pollo. Tiendas que venden extruidos de maíz teñidos de frutas y pan y sodas. Nada de leche, nada de frutas...
La razón por la que hablo con Nelly Choque de manera tan natural es porque ambos conocemos al padre Pascual Limachi, responsable, entre 2010 al 2012, de la parroquia “Santísima Trinidad”, ubicada en el límite de las zonas ya mencionadas y que funcionó, junto al Programa de Educación a Niños y Niñas Trabajadores (PENNT) de la gobernación paceña, del 2008 al 2013.
Ahora es 2018. Ha pasado el frío del invierno y estos niños lo saben. Juegan y se hacen bromas y me hacen partícipe de sus juegos. En los bolsillos suenan las tapacoronas y, cuando se acercan a descansar en las banquetas del parque, ven (una mayoría) cómo el sol se va metiendo, poco a poco, en un banco de nubes. Me cuentan que, como las vacaciones invernales acabaron, se volvieron de “sus campos” a “continuar sus colegios”. “Sus campos”, así les dicen con cariño a los pueblos de sus padres y de sus abuelos, pueblos que visitan cuando hay receso pedagógico.
Estos niños hablan así de “sus campos”, con el amor incondicional e ingenuo que tienen los preadolescentes cuando se enamoran por primera vez, llenos de una nostalgia tan profunda y sin embargo pura, como las páginas de Bradbury o de Morrison aspiraban a ser en su tiempo.
Miran el horizonte lleno de nubes, con miradas expectantes e inquietas desde esos ojos acostumbrados a cosas innombrables y que ansían saber, como sus propios corazones, si sus abuelos y el ganado que cuidan, si los árboles silenciosos o los cultivos que ellos dejaron hace poco bajo la sombra de las nubes momentáneas, estarán bien o no.
Y en tanto miran el horizonte y beben con sus ojos estas interrogantes, acarician las tapacoronas dentro de sus bolsillos.