Dos poemas contemporáneos sobre Bolivia

Sergio Gareca Sergio Gareca

Puño y Letra
Puño y Letra / 05/08/2019 02:15

Consagración de la pedagogía nacional

Sergio Gareca

La bolivianidad son:

 

Las tetas de mayté

La argentinidad de los comentaristas deportivos

La mexicanidad de los llokhallas güeyes

hijos de la chingada

 

Ellos y sus cuates

 

Un par de tipos monocromáticos

llamados Negro y Blanco*

que quieren ser pintados

de rojo amarillo y verde

 

Es el Michael Jackson que todos llevamos dentro

Violeta Parra llegando detrás de un gringo a La Paz

La Suiza de Juan Cutipa y Huallparrimachi enterrado de pie

El cristal cortado y el mármol de Carrara en las casas de Patiño

sin un centímetro de estaño

El cerro desaparecido de Inti Raymi y el oro también

 

La chicha bailable del Perú

El mar chileno

Melgarejo contra Prusia y por Francia

El cosplay de poncho y chicote, penacho y taparrabo

La fiesta karaoke de iracundo boliviano y noche de clásicos

La biblioteca vacía y una gigantesca estatua llena de gracia

Son las magníficas mujeres creando

 

Es el futuro a lo Mad Max

llevando miles de retretes al desierto

La máquina contra la naturaleza

Nosiglia barbudo y wirakocha

 

Es un país ancho y deshabitado

con minibuses para quince

con veinte personas

 

Es la larga cola que espera para irse

Madrid y Buenos Aires

Río y Gotemburgo

Mi mejor amiga dándole un bebé a Canadá

 

Es tu país

Su país

Mi país

que jamás jamás jamás

de los jamases

serán lo mismo

 

La patria del alto nombre

y el gobierno de los pobres

de los pobres cojudos

que somos todos nosotros

 

Para cualquier circunstancia masiva

¡Use pendón!

 

4000

I´m an old man now, and a lonesome man in Kansas

Allen Ginsberg

Pero mi patria gemía a cuatro mil metros sobre el nivel del hambre

Eliodoro Aillón Terán

 

Alex Aillón Valverde

Voy a hablar de la soledad de Bolivia, que bien podría ser la soledad de todos nosotros.

Mi soledad, o mejor dicho, nuestra soledad, no es la misma que otras soledades.

No es la soledad de Kansas, que hace cantar a Ginsberg en una carreterra nublada, a 60 millas de Wichita.

Tampoco es la soledad de Philip Glass, que alienta la recuperación del cosmos en el vórtice de su piano y que hace temblar la cuerda floja del tiempo en la mitad del mundo.

No, no es la soledad de las plantaciones de algodón, ni la soledad que hace dormir al Diablo del blues, ni la guitarra de Woody Guthrie, ni las historias de Bob Dylan.

No es la soledad de los barcos, ni la de Hemingway; tampoco la lenta e inasible soledad de las ballenas; ni la soledad de los mensajes que vienen del otro lado de la Atlántida trayéndonos otros silencios, otros lenguajes, en botellas arrancadas al océano inabarcable, inaudito.

No es la soledad de Virginia o la de Alfonsina o la de Janis, menos la soledad de Silvia, la de Alejandra o la de Marilyn que se quiebran como un puñado de palabras arrojadas a una ventana, una mañana de invierno.

No, no es la obscena soledad de los iluminados, ni la soledad de la hoja en la corriente del río que camina hacia una soledad más vasta, una que no conocemos.

No es la soledad de las jeringas, ni la soledad de la última bomba; no es la soledad del último suspiro; tampoco la constelada soledad de los burdeles donde Charlote es nube y es lluvia; como tampoco es la soledad tan concurrida de un viejo poeta uruguayo a quien nos gustaba llamar Bennedetti.

No, queridos hermanos, no es la soledad que iluminan las luciérnagas, tampoco la tenebrosa soledad de los muertos, ni la soledad de los hombres solos. No, ésa no es nuestra soledad.

Nuestra soledad es una soledad sin nombre que se acerca a cualquier esquina, a la luz amarillenta de la tarde donde nuestras soledades se juntan para encontrar algo de calor.

Es algo que fermenta con los siglos.

Mezcla de ídolos, dioses, rituales, pachamamas y mamaocllos; emblemas agobiados con cocaína, wiski barato, carnaval y goma de mascar.

Asistimos en multitud al majestuoso espectáculo de nuestra propia soledad.

Más solos que las cometas en su trayecto hacia Dios –sumergidos en enormes vasos de alcohol y chicha, agachados sobre un espejo, dibujando las líneas que trazan el siniestro mapa de nuestro extravío–, nos alejamos mientras una gigantesca banda hace reventar el ojo del crepúsculo en el horizonte.

Nuestra soledad es la soledad de la última pastilla antes de apagar la luz y decir adiós.

Nuestra soledad no busca salida, es así como es: retrato de familia en la cocina, sopa a mediodía, coca en el cachete.

Y es que esta soledad que es nuestra, es única.

No es la soledad del Oráculo, queridos hermanos, ni la soledad del laberinto. No es la soledad de los emperadores chinos o la de Stalin, ni siquiera la bíblica soledad de la pija del Papa.

Esta soledad nuestra es una soledad institucional, una soledad con ítem, una Soledad con mayúscula; es una soledad con capacidad de mentirse a sí misma, una soledad con capacidad de destrucción masiva; un frío repentino, un tropel de palabras sin vida.

Esta soledad nos hace gigantes, amados compatriotas, porque es monstruosa; no existe nada que nos lastime pues nuestra soledad está con nosotros y podría parecer inútil pero es eterna.

A más de 4000 metros sobre el nivel de nuestro propio vómito, les invito a mirar la patria y su soledad plagada de discursos y salones presidenciales; a sentir el poder de los narcóticos, el poder de las banderas, de los símbolos angustiosos, el cruel espectáculo de la nada.

A más de 4000 metros sobre el nivel de la locura, les convoco a encontrarnos en la matriz del universo, en la soledad de nuestras estaciones espaciales y contemplar nuestra abominable creación.

A más de 4000 metros sobre el nivel de la desolación, emplazo a esos hombres como rocas paridas por la montaña; convoco a mi Padre y su palabra trocada en silencio; convoco nuevamente su desnudéz y su infancia rota; convoco a todos los que estando solos, se olvidan de nuestra soledad.

No convoco a Shambu Bharti Baba, a William Blake, a Hare Khrishna, a Allah, a Yavé, a Jesucristo; convoco a Ginsberg (el todopoderoso), a Panero (el elocuente), a Horlderlin (el delirante), a los condenados, a las putas, a los desquiciados, a los suicidas, a los miserables, a los abandonados, a los verdaderos hijos de este planeta, para tomarnos de la mano y subir a nacer en la cúspide de la tormenta.

Yo no vengo a pedirles nada, señores, nada que les pertenezca, nada que no nos haya sido dado ya por la embriaguez, la tristeza y la eternidad, que tanto se parecen al abandono y al amor.

Esta tarde, que en el horizonte se queman mis ojos y se petrifican mis lágrimas como abatidas por la mirada de la Medusa, las manos de mi padre me han vuelto a tocar y han despertado mi alma conmovida por el beso de su ausencia.

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