Dos poemas contemporáneos sobre Bolivia
Consagración de la pedagogía nacional
Sergio Gareca
La bolivianidad son:
Las tetas de mayté
La argentinidad de los comentaristas deportivos
La mexicanidad de los llokhallas güeyes
hijos de la chingada
Ellos y sus cuates
Un par de tipos monocromáticos
llamados Negro y Blanco*
que quieren ser pintados
de rojo amarillo y verde
Es el Michael Jackson que todos llevamos dentro
Violeta Parra llegando detrás de un gringo a La Paz
La Suiza de Juan Cutipa y Huallparrimachi enterrado de pie
El cristal cortado y el mármol de Carrara en las casas de Patiño
sin un centímetro de estaño
El cerro desaparecido de Inti Raymi y el oro también
La chicha bailable del Perú
El mar chileno
Melgarejo contra Prusia y por Francia
El cosplay de poncho y chicote, penacho y taparrabo
La fiesta karaoke de iracundo boliviano y noche de clásicos
La biblioteca vacía y una gigantesca estatua llena de gracia
Son las magníficas mujeres creando
Es el futuro a lo Mad Max
llevando miles de retretes al desierto
La máquina contra la naturaleza
Nosiglia barbudo y wirakocha
Es un país ancho y deshabitado
con minibuses para quince
con veinte personas
Es la larga cola que espera para irse
Madrid y Buenos Aires
Río y Gotemburgo
Mi mejor amiga dándole un bebé a Canadá
Es tu país
Su país
Mi país
que jamás jamás jamás
de los jamases
serán lo mismo
La patria del alto nombre
y el gobierno de los pobres
de los pobres cojudos
que somos todos nosotros
Para cualquier circunstancia masiva
¡Use pendón!
4000
I´m an old man now, and a lonesome man in Kansas
Allen Ginsberg
Pero mi patria gemía a cuatro mil metros sobre el nivel del hambre
Eliodoro Aillón Terán
Alex Aillón Valverde
Voy a hablar de la soledad de Bolivia, que bien podría ser la soledad de todos nosotros.
Mi soledad, o mejor dicho, nuestra soledad, no es la misma que otras soledades.
No es la soledad de Kansas, que hace cantar a Ginsberg en una carreterra nublada, a 60 millas de Wichita.
Tampoco es la soledad de Philip Glass, que alienta la recuperación del cosmos en el vórtice de su piano y que hace temblar la cuerda floja del tiempo en la mitad del mundo.
No, no es la soledad de las plantaciones de algodón, ni la soledad que hace dormir al Diablo del blues, ni la guitarra de Woody Guthrie, ni las historias de Bob Dylan.
No es la soledad de los barcos, ni la de Hemingway; tampoco la lenta e inasible soledad de las ballenas; ni la soledad de los mensajes que vienen del otro lado de la Atlántida trayéndonos otros silencios, otros lenguajes, en botellas arrancadas al océano inabarcable, inaudito.
No es la soledad de Virginia o la de Alfonsina o la de Janis, menos la soledad de Silvia, la de Alejandra o la de Marilyn que se quiebran como un puñado de palabras arrojadas a una ventana, una mañana de invierno.
No, no es la obscena soledad de los iluminados, ni la soledad de la hoja en la corriente del río que camina hacia una soledad más vasta, una que no conocemos.
No es la soledad de las jeringas, ni la soledad de la última bomba; no es la soledad del último suspiro; tampoco la constelada soledad de los burdeles donde Charlote es nube y es lluvia; como tampoco es la soledad tan concurrida de un viejo poeta uruguayo a quien nos gustaba llamar Bennedetti.
No, queridos hermanos, no es la soledad que iluminan las luciérnagas, tampoco la tenebrosa soledad de los muertos, ni la soledad de los hombres solos. No, ésa no es nuestra soledad.
Nuestra soledad es una soledad sin nombre que se acerca a cualquier esquina, a la luz amarillenta de la tarde donde nuestras soledades se juntan para encontrar algo de calor.
Es algo que fermenta con los siglos.
Mezcla de ídolos, dioses, rituales, pachamamas y mamaocllos; emblemas agobiados con cocaína, wiski barato, carnaval y goma de mascar.
Asistimos en multitud al majestuoso espectáculo de nuestra propia soledad.
Más solos que las cometas en su trayecto hacia Dios –sumergidos en enormes vasos de alcohol y chicha, agachados sobre un espejo, dibujando las líneas que trazan el siniestro mapa de nuestro extravío–, nos alejamos mientras una gigantesca banda hace reventar el ojo del crepúsculo en el horizonte.
Nuestra soledad es la soledad de la última pastilla antes de apagar la luz y decir adiós.
Nuestra soledad no busca salida, es así como es: retrato de familia en la cocina, sopa a mediodía, coca en el cachete.
Y es que esta soledad que es nuestra, es única.
No es la soledad del Oráculo, queridos hermanos, ni la soledad del laberinto. No es la soledad de los emperadores chinos o la de Stalin, ni siquiera la bíblica soledad de la pija del Papa.
Esta soledad nuestra es una soledad institucional, una soledad con ítem, una Soledad con mayúscula; es una soledad con capacidad de mentirse a sí misma, una soledad con capacidad de destrucción masiva; un frío repentino, un tropel de palabras sin vida.
Esta soledad nos hace gigantes, amados compatriotas, porque es monstruosa; no existe nada que nos lastime pues nuestra soledad está con nosotros y podría parecer inútil pero es eterna.
A más de 4000 metros sobre el nivel de nuestro propio vómito, les invito a mirar la patria y su soledad plagada de discursos y salones presidenciales; a sentir el poder de los narcóticos, el poder de las banderas, de los símbolos angustiosos, el cruel espectáculo de la nada.
A más de 4000 metros sobre el nivel de la locura, les convoco a encontrarnos en la matriz del universo, en la soledad de nuestras estaciones espaciales y contemplar nuestra abominable creación.
A más de 4000 metros sobre el nivel de la desolación, emplazo a esos hombres como rocas paridas por la montaña; convoco a mi Padre y su palabra trocada en silencio; convoco nuevamente su desnudéz y su infancia rota; convoco a todos los que estando solos, se olvidan de nuestra soledad.
No convoco a Shambu Bharti Baba, a William Blake, a Hare Khrishna, a Allah, a Yavé, a Jesucristo; convoco a Ginsberg (el todopoderoso), a Panero (el elocuente), a Horlderlin (el delirante), a los condenados, a las putas, a los desquiciados, a los suicidas, a los miserables, a los abandonados, a los verdaderos hijos de este planeta, para tomarnos de la mano y subir a nacer en la cúspide de la tormenta.
Yo no vengo a pedirles nada, señores, nada que les pertenezca, nada que no nos haya sido dado ya por la embriaguez, la tristeza y la eternidad, que tanto se parecen al abandono y al amor.
Esta tarde, que en el horizonte se queman mis ojos y se petrifican mis lágrimas como abatidas por la mirada de la Medusa, las manos de mi padre me han vuelto a tocar y han despertado mi alma conmovida por el beso de su ausencia.