Hambre
Hambre es el cuento con el que el boliviano Daniel Averanga logra la mención de honor del XVIII de Premio de Cuento Julio Cortázar, con sede en Cuba, entre las más de 300 obras literarias evaluadas por el jurado.
Para Hugo Averanga Ramírez, mi padre.
Viernes Santo. Los prostíbulos estaban más llenos que de costumbre y las calles siete y ocho de la zona 12 de Octubre eran hervideros de vendedoras de maca, linaza y quinua con leche. Yo estaba en el asiento trasero y Ruiz al lado del Llanque, nuestro conductor. Comenzamos a patrullar sin tanto alboroto, contemplábamos todo desde el vehículo con las ventanillas cerradas; recién eran las diez y media de la noche. Teníamos que abarcar desde la calle 2 de la avenida 6 de marzo, hasta el Cruce Viacha (calle 9 de la misma avenida).
La mayoría de las veces Ruiz actuaba como el policía justo, de ésos que aparecen en las series de televisión sobre policías justos e inquebrantables. Llanque, el conductor, a veces contestaba con monosílabos y la mayoría del tiempo lo hacía con los ojos y eso nos divertía mucho, porque era casi como ver a un mimo profesional comunicándose sin problemas.
Para algunos, el trabajo de paco patrullero era cosa de abuso. Detenerse donde sea, bajar y hacer que los adolescentes se paralizaran como si fueran ciervos al escuchar el ruido de un depredador acechándolos. Así siempre piensan que somos; pero no, nosotros éramos nomás tranquilos y bastaba con revisar nuestros antecedentes para sacar conclusiones: Ruiz, por ejemplo, primero estudió derecho pero se aburrió de los estrados, así que se metió a la policía y ahora se sentía en su elemento: le gustaba intervenir en el momento preciso y fundamentar sus intervenciones con detalles legales incuestionables; Llanque, por otro lado, al ser un tipo bastante corpulento, había trabajado desde jovencito como guardaespaldas para algunos políticos paceños muy famosos pero, tras ver que aquél no era su trabajo añorado, decidió meterse a la policía porque sentía que allí mejoraría la realidad y la de su gente; era, como dije, enorme, casi como “La Mole” Chambi, otro de los patrulleros que veíamos por La Ceja de vez en cuando, no obstante de un plus notorio: Llanque era noble y efectivo; callado, sin decir casi nada, lograba someter al rebelde de turno, pero solo someterlo hasta el punto prudente. Yo, en cambio, como universitario frustrado, me había convertido en policía para cubrir el tiempo. Estaba aún matriculado en Sociología y a veces me daba unas escapadas para visitar a los amigos. No pensaba retomar la carrera.
Valga la pena agregar que Ruiz era un dialogador nato. Conversaba sobre todo y sabía mucho: no solo sobre su conocimiento legal, sino sobre todo lo que pudiera interesarle a cualquiera, desde las teorías sociológicas más complejas (de las cuales sabía algo y a veces muy poco, por mi poca experiencia en la universidad), hasta datos tan curiosos como siniestros.
Como esa noche era Viernes Santo, Ruiz estaba con ganas de hablar. Se le notaba reflexivo, con mirada concentrada en la lejanía, mas no en lo que sucedía afuera de la patrulla.
Estábamos en la calle 3 y la esquina de la avenida Jorge Carrasco, que era la paralela a la 6 de Marzo, cuando él dijo que nos detuviéramos.
—Miren eso —nos señaló un puesto de anticucho.
—Me ha dado hambre —le dije.
—¿Eres católico? —me dijo él, sin darse la vuelta para mirarme.
—Soy Católico No Activo —le contesté con sinceridad.
—¿Y vos, Llanque? —preguntó Ruiz.
Llanque negó con un movimiento rápido de cabeza.
—Ser Católico No Activo suena feo —me dijo, ahora sí dándose la vuelta para mirarme—, yo fui católico hasta que vi un vídeo en YouTube sobre cómo la iglesia católica encubría los casos de pedofilia más fregados de sus sacerdotes y también sus convenios con dictaduras.
—Pero yo conocí a sacerdotes buenos —aventuré a decir.
—Acá sí, no te lo niego —murmuró Ruiz y se señaló el pecho para continuar—: hasta yo conocí a buenos tipos, como el tata Obermaier o el que vivía en Ciudad Satélite, siempre llevaba tennis Nike y...
—El padre Humberto —interrumpió Llanque, sepulcral.
Vi a Ruiz aprobar con la cabeza, como si se tratara de un hecho comprobado.
—Sí, se llamaba Humberto —dijo con entusiasmo.
—Yo conocí a Pascual Limachi —dije—, trabajaba en una parroquia, más allá de Río Seco.
—¿Lo conociste también? —preguntó Ruiz, entusiasmado—, él me contó experiencias terribles en el campo. Posesiones que no eran posesiones, niños enfermos que hablaban latín cerca de Semana Santa y mujeres que estaban preñadas por demonios...
—Cosas así siempre pasan, él igual me contó sobre una mujer que tuvo serpientes en vez de un niño —comenté.
—¿En serio? —preguntó Llanque, su voz adquirió un tono casi infantil.
—Yo creo que sí —aventuró Ruiz, motivado por la intervención de Llanque—, recuerdo que él me dijo que había cosas que no podían explicarse pero que eran causadas por el diablo y sus demonios.
Llanque respiró profundamente y dijo:
—Yo una vez vi a una mujer embarazada en un ayllu cerca de Qorpa, mi comunidad. Era vieja. Nadie sabía cómo se había embarazado o qué había sucedido. Un ch´amakani, en vez de un Yatiri, la atendió el día del parto. No parió un niño, sino un montón de cochayuyo negro.
—¿Cochayuyo? —no sabía qué significaba aquello.
—Algas —“tradujo” Ruiz, echando más leña al fuego de la conversación—, como las serpientes que dijiste.
—Muchos comentaron —dijo Llanque con voz segura— que la mujer fue atacada por un q´ota anchancho; así se lo conoce en el Perú, aunque acá anchancho nomás se le dice.
—¿Q´ota anchancho? —pregunté— ¿Y por qué le salía a la mujer cochayuyo?
—Es que el q´ota anchancho es un ser que vive en las aguas del lago, y es muy travieso con las mujeres que viven solas —respondió Llanque.
—O quizá la mujer sufría de una infección de parásitos que le hinchaba el vientre y expulsó tenias podridas.
—Ya no tengo hambre —dije de pronto.
—Hambre... —susurró Ruiz al ver a la señora que atendía los anticuchos—... Hambre. Esto del hambre me recuerda un documental fuertísimo que vi de niño. En la segunda guerra mundial se sacaba todas las entrañas de los muertos de los campos de concentración: les metían tubos largos con terminaciones de gancho por los anos, hasta que esas puntas chocaban contra las partes inferiores de las tráqueas y las destrozaban. Desde ahí jalaban las tripas, las arrancaban y las sacaban por abajo.
—O sea —sugerí la idea, con una cara de asco—, los vaciaban por el culo.
—Sí —dijo Ruiz, hizo un gesto hosco—, eso hacían.
Miramos el puesto de anticucho y tragamos saliva los tres al mismo tiempo. Fue un “glup” muy sonoro.
—¿Y qué hacían con las tripas? —preguntó Llanque, aún interesado.
—No solo eran tripas, dije tripas para generalizar; en realidad eran estómagos, esófagos, páncreas, hígados y quién sabe qué otras cosas más —dijo Ruiz. No dejaba de mirar el puesto de anticuchos.
Hubo un silencio.
—Ya, pero ¿y qué hacían con eso? —insistió Llanque.
—Usaban todo para las sopas que les daban a los presos que aún estaban vivos.
Silencio.
El silencio se extendió un poco más, hasta que una pareja se arrinconó y el varón le comenzó a dar sopapos a la mujer.
—Bajaremos —sugirió Ruiz.
Llanque fue el primero en salir de la patrulla. Le vimos casi correr hasta donde el sujeto agredía a la mujer. Ruiz fue detrás de Llanque y yo detrás de él.
Al llegar, la mujer seguía de pie, con la mano ensangrentada y Llanque inclinado sobre el sujeto. Éste parecía estar sufriendo una convulsión, pero en realidad se retorcía en el piso con la mano izquierda torcida hacia la espalda, trataba de arrancar una tijera que la mujer le había enterrado entre los omóplatos.
Ruiz sujetó a la mujer de la muñeca ensangrentada y ella gritó como si la hubiera herido.
La mujer del puesto de anticuchos nos miró desde el frente.
El ruido de los locales que estaban entre la calle 3 y la calle Jorge Carrasco parecieron enmudecer ante el espectáculo.
El agresor murió después de unos minutos, mientras Llanque trataba de sacarle la tijera muy bien enterrada y la mujer gritaba en manos de Ruiz.
El forense informaría, al otro día, que las hojas de las tijeras habían atravesado los músculos de la espalda, los tejidos pulmonares y, por último, la aorta que emergía del corazón.
Al meter en la patrulla al herido y a su pareja, la gente nos rodeó con miradas de perplejidad. Llanque tenía las manos teñidas de un rojo profundo. Tuvo que hacerse regalar, de un puesto en la calle, una bolsita de agua de cincuenta centavos para lavarse y no mancharnos, ni al asiento o al volante. Ruiz no entró en la patrulla inmediatamente.
La pareja estaba adentro, Llanque en el asiento del conductor, con las manos frías y yo, que veía desde el asiento trasero el interior de los asientos de más atrás, en donde estaba la pareja protagonista.
—Llamalo al Ruiz —le ordené a Llanque.
—No sé dónde está —dijo, mirando de un lado a otro.
La gente nos seguía rodeando, curiosa.
—¡Llévenlo al joven al CRA! —gritó la voz de una señora, histérica. El CRA era el Centro de Referencia Ambulatorio y atendía este tipo de emergencias; estaba a un par de calles de donde nos encontrábamos, en plena Ceja.
Las personas alrededor de la patrulla comenzaron a abuchear.
Consulté mi reloj. Eran las once menos cinco.
—¡Señores, déjennos trabajar, les pido! —dijo con furia la voz de Ruiz, desde atrás de la masa de gente que nos rodeaba. Sujetaba con la mano derecha tres bolsitas llenas de carne tostada, papas y llajua de maní; los mondadientes los llevaba entre los dedos.
—¡Abrile, carajo! —ordené a Llanque y éste, sin perder más tiempo, obedeció.
Ruiz era mi superior. No podía cuestionar sus acciones o que haya decidido ir a comprar comida mientras todo eso estaba pasando.
—Vamos al CRA —dijo por fin.
Partimos y cuando dejamos el cadáver del agresor-agredido, la agredida-agresora comenzó a llorar desconsoladamente.
—Lo tuyo no tiene perdón —le dijo Ruiz a la mujer—, te vamos a llevar a la FELCC, acompañanos tranquilita.
—¡Él me estaba pegando! Y...
—¡Y es Viernes Santo!, ¿entiendes? —le cortó Ruiz—, lo has hecho mártir a tu macho.
La mujer no dijo nada. Nos vio a los tres, uno a uno, ojos humedecidos y labios temblorosos.
Esa noche, después de dejar a la pareja en donde debían de estar, nos metimos de nuevo a la patrulla y Ruiz recién nos alcanzó las bolsitas, que había puesto en un recipiente que estaba entre los asientos delanteros, detrás de la palanca de velocidades.
—Comeremos —dijo—, me vale un pito si dicen que comer carne hoy es pecado.
Nadie le cuestionó.
El anticucho me supo a carne asesinada, a pecado, a absoluta tristeza.
Pensé en los partos de las mujeres que no habían tenido intimidad, allá en los ayllus cercanos a Qorpa, entre la oscuridad húmeda y sinuosa de la llanura que rodeaba el lago.
Pensé en la sopa que, supuestamente, comían los judíos en los campos de concentración.
Y pensé en las entrañas de los muertos.