Los años mágicos
Hacer o, mejor dicho, titular un libro como un “Retrato de ciudad”, por más novela que sea, suena pretencioso y en realidad lo es, salvo cuando tienes el bagaje y las herramientas para hacerlo e inevitablemente lo logras.
Hacer o, mejor dicho, titular un libro como un “Retrato de ciudad”, por más novela que sea, suena pretencioso y en realidad lo es, salvo cuando tienes el bagaje y las herramientas para hacerlo e inevitablemente lo logras.
Este es el caso de “Retrato de ciudad con calavera en la mano”, una historia con varias historias dentro que subyuga por la sencilla razón de que allí no solo encontramos temas inherentes al sucrense, sino también esenciales al ser humano. También una manera atractiva de presentarlas que mezcla la narración, la crónica y la poesía.
En esta novela que por momentos se torna desesperante Máximo Pacheco, como un hilandero, hace fácil lo difícil. Entrelaza una serie de relatos aparentemente inofensivos y los va intercalando para contar la historia de los orígenes de la Villa de La Plata, con los avatares de mediados de los años 1500, y la de dos personajes contemporáneos: él, un solitario y cómodo habitante de Sucre capital; ella, una cholita, viuda y con hijos, proveniente del campo. Ambos, oprimidos por su propia historia de vida, que viene determinada por sus disímiles familias, y paradójicamente por una misma sociedad.
El resultado de esta suerte de triple imbricación: ciudad (de ayer y de hoy), hombre citadino (clase media alta) y mujer campesina (pobre), es una novela sutil y al mismo tiempo tremendamente vigorosa. Así es que, además de narrador, historiador y pintor, bien podría considerarse a Pacheco como un gran tejedor. Un artesano para los hilos de una literatura con sello cada vez más chuquisaqueño, de escritores que van consagrándose por obras alimentadas de archivos y bibliotecas.
Pacheco, con su conocida sensibilidad y ductilidad de poeta, más la madurez del sólido narrador que era ya en el año 2010 (cuando publicó esta novela), no se priva en “Retrato de ciudad…” de denunciar la injusticia social ni de cuestionar (o cuestionarse) la misión de los conquistadores. Lo hace por lo general citando como fuente a cronistas. Y así como vindica al indio, cuestionando su ausencia de la historia oficial pese a haber participado de las guerras, tampoco deja de interpelar a la sociedad actual por la falta de justicia que había ya en la Real Audiencia de Charcas, ni de cuestionar (se) sobre la fe de unos versus la falta de fe en otros; ni siquiera de señalar las malas decisiones de particulares sobre la arquitectura de la ciudad. Todo esto mientras traza un puente imaginario con el que hilvana cinco siglos de historia.
Al respecto, tras la relectura de esta novela me queda la impresión de que, por un lado, la mentalidad de los habitantes de Sucre al fin de cuentas no ha cambiado tanto desde el siglo XVI y, por el otro, son palpables los cambios físicos que han vuelto irreconocible a la ciudad para quienes nacieron, más o menos, entre 1940 y 1970.
En efecto, en la personificación de un hombre que antes fue joven, estudiante, y luego se convirtió en médico, nos situamos ante el fenómeno de un sobreviviente de al menos un par de generaciones de sucrenses vaciados de un contenido sensorial de ciudad que al pasar los años, sin más remedio, anida únicamente en su memoria elefantiásica. Ese hombre es el sobreviviente de su padre lejano y de su madre sobreprotectora; el heredero inútil que ocupa un solo cuarto de la casona céntrica; el exalumno de colegio de curas; el del inevitable vínculo juvenil con la bebida; el de pasado tímido y privado de mujer; el de la radio de lámparas de los abuelos; el que se quedó estancado en los tiempos en que los rieles del tren eran el límite entre la ciudad y el campo. El hombre médico sin nombre, un presente con un pasado que reverbera en un texto de reminiscencias nostálgicas.
La melancolía es uno de los ingredientes principales de los que se vale Pacheco para armar su tejido literario; una melancolía que a veces golpea directamente como abrumadora tristeza por el derrotero irreversible de los personajes de su novela. A pesar de todo, ese aire —como diría Medinaceli— “nostalgioso” por la nostalgia de tiempos de campo y de ciudad que ya no volverán, en algún punto se pueden tomar como un cariñoso recuento de lo vivido. En la línea del tiempo, a un lado del puente están los conquistadores de la nueva tierra y, al otro, un hombre y una joven contemporáneos. En el medio, el autor con una inquietud clave: “¿cuánto habrá cambiado la ciudad desde su inicio hasta ahora? ¿Y cuánto cambiará después, cuando ya no esté?”.
La problemática filosófica subyace como algo latente a lo largo de la novela. Por eso, quizá, el recurrente uso de las preguntas, como interpelando al lector y como interpelándose a sí mismo el autor, en un ejercicio de introspección y de reflexión que acerca esta obra, ciertamente, a la metafísica (…)
No quiero dejar de mencionar dos cosas que a mi juicio son muy importantes en el libro. La primera, la denodada búsqueda de una explicación a la vida y, principalmente, a la muerte por parte de este médico impasible que ve pasar el mundo por sus narices sin ser capaz de reaccionar, menos aún de hacer nada por salvarse a sí mismo. Dentro de su oscuridad no tiene ningún compromiso con la vida; es como un muerto en vida, o, como dice Pacheco en la novela, “un hombre casi inexistente”. Alguien tan pobre (pienso yo) que si hubiera tenido hijos (piensa Pacheco) no tendría que contarles.
Vive atormentado por no ser otro, tal vez alguien productivo: alguno de sus amigos que, como todos en la ciudad, han migrado en busca de mejores rumbos. Pacheco, el pintor, nos ofrece detalles espeluznantes de la parsimonia de este personaje que encarna a un fracasado por el simple hecho de no haberse ido de la ciudad. Y es que en este mundo hecho más que nunca por migrantes hace ver al no migrante como un condenado a la mediocridad o a la pobreza de sí mismo junto a la de los suyos, igual de apocados que él en su “sombrío” lugar de origen.
Alex Salinas, en el prólogo de esta bonita edición, destaca la capacidad de Pacheco de “dar cuenta del otro”. Observar y decir a través de personajes lo que uno observa, eso que siempre está fuera de uno y por lo tanto difiere de lo que uno es, es, sin lugar a dudas, lo más complejo en la literatura; y si Alex, estudioso como pocos de la literatura local, dice que Máximo lo consigue, hay que creerle. En rigor, Alex se refiere a ese rasgo indiscutible en la obra de nuestro autor: la temática de la migración. Y dentro de esta, a varios subtemas que vuelven a este “Retrato de ciudad” una apasionante novela de sucesos que no son tantos como las emociones que despiertan.
El siguiente punto que no quiero dejar de citar es el de la muerte. En el marco de una ciudad vista desde los ojos de la muerte (si no de un muerto al menos desde el vínculo de un hombre, y a menudo también de una mujer, con la muerte), una extraña relación entre el solitario médico y la desfallecida mujer del campo introduce en la novela el elemento de sobrenaturalidad, para nada un intruso en el espacio fronterizo —tan latinoamericano por la influencia del viejo Boom— que comparten el realismo mágico y lo real maravilloso en Pacheco. Allí aparece, y de manera magistral, la “nuestrísima” hibridación entre la fe religiosa y la superstición, confiriéndole al texto un halo de misterio que no cejará hasta el final.
Por último, aparte del canto poético a la vida —pero sobre todo a la muerte en una sociedad en la que la muerte tiene una poderosa trascendencia—, reconozco en esta novela la labor de divulgación de la historia que, me imagino sin quererlo, Máximo Pacheco ha emprendido hace ya varios años y que me recuerda a su trabajo tesonero con jóvenes para inculcarles la pasión por el cuento.
En este redescubrimiento del narrador excepcional que es “Mimo”, lo veo a él mismo andando las calles de Sucre, identificando los nuevos olores de la nueva ciudad, como en su novela: “Nunca volverás a sentir ese olor. Has vagabundeado días enteros por la ciudad, por el Mercado Central, por las cuadras de las ckoperas, pero no, no hay nada que huela igual. ¿Es acaso el olor de tu infancia perdida? Nunca volverás a esos años mágicos”.