Esas tradiciones medio salvajes
El consagrado escritor Wilmer Urrelo nos envía desde La Paz una reflexión sobre la obra de Mary Shelley El último hombre, y sobre algunas tradiciones medio salvajes a las cuales estamos o estábamos acostumbrados
Están las tradiciones medio salvajes como salir a la calle.
O como ir al banco a pagar las facturas del mes. Esas tradiciones medio salvajes como saludar de mano o de beso en el cachete. Las tradiciones medio salvajes como estornudar y toser. O esas salvajadas como pensar que el fin de este nuestro mundo solo era algo con lo que podíamos soñar pero que estaba lejos, muy lejos en nuestro horizonte.
También podemos hablar de esas tradicones medio salvajes como leer a Mary Shelley, la misma señora que escribió Frankenstein o el moderno Prometeo.
La salvajada de no haber descubierto otra novela suya, más extensa que la anterior, y por lo tanto más profunda y escalofriante.
Son esas tradiciones medio salvajes como seguir soñando con un cambio definitivo del mundo. Porque alguien o algo llegue o aterrice y enderece lo chueco del ser humano. Algo así pasa en El último hombre (Universidad Autónoma Metropolitana, 2012), novelón que Shelley escribió allá por 1826, sí, un año después de fundado este país. Mientras acá soñábamos con un nuevo orden político y social, ella se planteaba hablar sobre el fin de la humanidad tal y como la conocemos: la tradición salvaje, también, de soñar que vendrán días mejores.
A ella, en todo caso, eso no le importaba. A ella, en todo caso, solo le importaba narrar, primero, el fin de una clase (la más acomodada, pues el libro cuenta en sus primeras doscientas páginas el desmoronamiento de esta) y de paso arrasar con todo ser humano vivo. El último hombre transcurre de 2073 a 2092 y ahí aparecen las tradiciones medio salvajes, también, de pensar que por ocurrir en el siglo XXI, hay una tecnología más avanzada que la empleada durante la época en la que fue escrita.
A Mary Shelley eso no le importa.
No, parece decirnos, eso es una minucia.
Lo verdaderamente relevante es lo que llevamos adentro. En mi novela no hay sociedades fuera la del ser humano, tampoco hay aparatos de alta tecnología; en mi novela la gente se sigue transportando a caballo y dice frases como esta: “…la naturaleza insidiosa e irremediable de la muerte”.
La tradición medio salvaje de quedarte deslumbrado por una novela, como hace un rato que no me pasaba. La tradición medio salvaje de ver cómo en las primeras doscientas páginas solo ves la horrible naturaleza humana, y cómo en las cuatrocientas restantes nuestra civilización se va cayendo a pedacitos.
Es, en todo caso, la tradición medio salvaje que escribir sobre una misteriosa peste que, en esta novela, aparece de pronto.
Primero lo hace en casos aislados, muy lejos de donde transcurren las historias de sus protagonistas, pero que luego, casi de la nada, empiezan a tocar la puerta de las casas. “Todo el mundo está infectado de la peste”.
Y también está la fascinación por ver cómo los lugares míticos, cómo los países de referencia se van hundiendo y cómo hasta el rincón más pequeño del planeta se le parece. “La peste no solo estaba en Londres, estaba en todas partes. Había llegado a nosotros… como manadas de miles de lobos aullando una noche de invierno, feroces y temibles”.
También, queda decir, que está la tradición salvaje de escribir bien. Sin mucho adorno y con las palabras justas. Con mística pero sin romanticismo. Queda la tradición medio salvaje de saber que las novelas sobre la peste no solo se reducen a esa que escribió Camus, sino que también pueden revisitarse Muerte en Venecia o El último hombre: la tradición medio salvaje de hacerme fan de un libro desde que era un adolescente.
La tradición salvaje, finalmente, de seguir soñando que estamos al borde del fin del mundo. O quizá como dice alguien que agoniza: “mi alma es la última chispa que se apaga”.