Días Febriles

Desde la memoria y la fiebre, el escritor Oscar Martínez nos hace pasear por la agonía y la resurrección de un mal que, más bien, no era el coronavirus.

Oscar Martínez Oscar Martínez

Oscar Martínez
Puño y Letra / 12/04/2020 07:40

Deme agua, por favor

Durante un tiempo en el que justamente la noción de tiempo había desaparecido de las semanas, los días, las horas y los minutos, tuve delirios de 39 grados de fiebre muy recurrentes. Estos delirios estaban relacionados con participar en desfiles cívicos de diversa índole, pero por ser marzo, los desfiles de los que en teoría participaba con extrema unción cívica estaban relacionados con los días del mar. Mi país era el país de los desfiles y ahora imaginaba mi cuerpo como un país; como el país de la fiebre. Y la fiebre no menguaba. Esa espantosa e invasiva sensación de calor que provenía de algún lugar recóndito de mi cuerpo y se instalaba en mi cabeza no daba tregua ni por un segundo. Ya desde un principio eso de dar vuelta la almohada buscando un poco de alivio dejó de ser una estrategia buscando un poco de frío para convertirse pronto en una necesidad que había que repetir con cada vez más frecuencia hasta que ambos lados de la almohada quedaban igual de calientes e insoportables. El equipo médico alrededor de mi cama me miraba con desconcierto y preocupación. Las internistas, al igual que cualquier persona que entraba a mi habitación cubiertas estrictamente con los barbijos que solo te dejaba al descubierto sus ojos, me miraban con esa lástima mal disimulada que se traducía en constante negaciones con la cabeza. Esas escenas que se repetían dos veces por día me daban a entender que ahí dentro, en ese mecanismo misterioso del organismo algo marchaba muy mal.

¿Qué cosas tan malas te pueden ocurrir cuando eres víctimas de violentas crisis en las que empiezas temblando como un perro para luego terminar en medio de un mar de sudor que convierte tu pijama celeste en azul de lo mojado que está?

Todo había comenzado una semana antes. Antes de que el gobierno decretara la cuarentena total. Antes, cuando no sabíamos que éramos felices y el noticiero que veíamos en un bar aprovechando el entretiempo de un partido del Bolívar nos mostraba que el virus estaba peligrosamente cerca y con él, un cambio total en nuestras vidas. Llegué a casa temprano. De haber ganado o empatado seguramente me hubiese quedado a disfrutar del Happy Hour con los amigos. Desde el taxi la ciudad con el frenesí de esa segunda hora pico, a eso de las 21:30 cuando los oficinistas y los universitarios regresan a casa atestando el transporte público. Encendía la computadora al mismo tiempo que un Camel amarillo, dispuesto a concluir, esta vez sí, un informe que no me dejaba dormir desde hacía ya una semana. 

¿Quién iba a pensar que no iba a concluir el informe? En un momento y de la nada comencé a sentir un frío terrible. Me puse a temblar e intenté abrigarme con una chaqueta, pero esta vez los temblores se hicieron incontrolables. Asustado mi hermano me condujo a mi cuarto. Me metí en cama y ya por la madrugada empecé a sentir que sudaba copiosamente al tiempo que sentía esclaofrío alternado con episodios de fiebre relativamente ligeras. Desperté temprano con un terrible dolor de cabeza y en todas las articulaciones.  ¿Tendré Coronavirus? Naa. El virus aún no había llegado al país. Me puse a pensar en mis recientes contactos con personas que estuvieron en el exterior. Nada cercano. Paranoia o neurosis hipondriaca, me cargaban los colegas psicólogos. Sí, debe ser sólo un resfrío. Tomé un antigripal disuelto en un té caliente y alcancé incluso a ir a la oficina. Pero la mañana se hizo interminable y a mediodía caí derrumbado en cama hasta las ocho de la noche.

Una enfermera a la que proclamé como mi enfermera favorita porque sentí que me cuidó como una madre fue la que me dijo que cuando me invada la fiebre haga un esfuerzo, tome el tubo donde colgaban sueros y botellitas de diverso tamaño con sus tripas plásticas que estaban conectadas a mi brazo como una extensión de mi cuerpo y vaya –estoicamente, según yo- al baño a aliviar la vejiga y luego lavarme bien las manos y la cara y que ya vería como ese sencillo acto de valentía aliviaría el terrible malestar en el que me tenía la fiebre. Esa era la razón –decía- por la que ella no dejaba ese curioso adminículo en el que uno podía mear desde la muy caliente incomodidad de la cama. Entonces, al volver del baño, tomaba con ambas manos el pesado tubo de los sueros y me encaminaba de vuelta al pasillo que conectaba con ese espacio donde estaba mi tan temida como amada cama. En eso, de pronto se me venía a la cabeza una voz que decía con ese ridículo tono marcial que suelen usar los maestros de ceremonias de desfiles cívico militares ¡Ahora hace su gallardo ingreso la sala 3 del piso 11 del área de infectología del Seguro Social Universitario! Y yo todo orgulloso imaginando que ese tubo que cargaba con ambas manos, con las tripas y los sueros bamboleándose de izquierda a derecha eran los estandartes de mi enfermedad. Y me acordaba de aquella pretérita adolescencia en la que observaba desde la penúltima fila de mi curso, como es el que abanderado cargaba el estandarte nacional y a cada lado las cintas tricolores tomadas delicadamente por el segundo y el tercer mejor alumno, correspondientemente. Pero ahí estaba yo imaginando esas sandeces en la penumbra de una habitación que olía a antibiótico, cloro y pis. Imaginando que dirían de mi si me viera talcita o fulanita y yo con el pijama celeste con manchas azuladas de sudor, todo despeinado y sonriendo a propósito para mostrar la triste ausencia de los tres dientes que había perdido últimamente a causa de una diabetes corrosiva que hubo de encargarse con mucha perfección de agravar una misteriosa neumonía que decían los doctores me devoraba los pulmones mediante una infección difícil de extinguir.

En mi habitación había una pequeña y antigua tv de 14 pulgadas. Por esos días, lamentablemente, el mundo entero se veía enfrentando la Pandemía que asola el planeta entero. Todas las noticias mostraban como es que cada país esperaba la arremetida de esa especie de peste moderna que estaba acabando con un buen porcentaje de los viejos y débiles (personas con enfermades de base, decían) del mundo. No era una exageración. La selección natural de la que muchos descreíamos se había hecho carne y hueso, o mejor dicho, flema y pulmón devastado. Fiebres malditas que acababa con los abuelos y los enfermos como si fuesen moscas y por la televisión los camiones militares llevándose los cadáveres de los fulminados por la enfermedad para incinerarlos en un hueco lejano de las ciudades. Una metáfora de la regulación de la vida eliminando a los menos aptos. El Darwinismo social regresaba triunfalmente. Una metáfora de la soledad de la vida en la soledad de la muerte.

Por las madrugadas, en las que temía dormir porque había calculado que cada 5 o 6 horas regresaban las crisis con temblores y fiebre, caía en cuenta que como diabético, se suponía que yo también estaba condenado a la extinción. 

¿Ha estado de viaje en el exterior? No ¿Y en Santa Cruz u otra ciudad? Tampoco. ¿Cuándo fue la última vez que viajó? En septiembre del año pasado. ¿En su trabajo tiene contacto con extranjeros o personas que han estado recientemente en el exterior? Mmm no…

Esa secuencia se repetía en todos los turnos de enfermeras que rotaban cada tres días y de los especialistas que venían a revisarme con cierta frecuencia y temor. ¿No ha pensado en la posibilidad de que tenga Coronavirus? ¿Yo? Sí, usted. Pe… pero. Eso no deberían decírmelo ustedes. ¿Está seguro que no ha estado afuera del país? Aquí su señora madre nos dijo que usted estuvo en España. Pero eso fue hace cinco años, doctor. ¿Está seguro? ¡Claro que estoy seguro!

Después de esa conversación me pasé una de las peores noches de la vida. Y si estoy enfermo. Miraba mi rostro en el espejo del baño como cuando don Ramón ve una calavera y se imagina la proximidad de la muerte.

Mientras los noticieros hablaban de síntomas a un par de metros de mis ojos, yo la vivía de cuerpo presente. El cuerpo como una capilla ardiente envuelto en un mar de fiebre y pensamientos irracionales. Un cuerpo chorreante de un sudor de olor agrio y pegajoso que no me dejaba vivir ni un segundo en paz. No son alucinaciones me había dicho la enfermera de turno que no era Martita después de que esa noche, precisamente, salí como un loco y con paso atropellado cargando mi tubo de suero como un idiota gritando ¡Agua! ¡Agua, por favor, me quemo! Me miraron espantadas y me dijeron que no podía salir de mi habitación. Yo parado ahí, con la lengua afuera y el pijama abierto. El tubo aferrado a mi mano y la presencia inmanente del suero conectado a mi brazo izquierdo. No sabía que existía un timbre de emergencias al lado derecho de la cama, con lo que hubiese evitado esa escena tan dramática. No diré innecesariamente dramática porque dado el caso, cuando me recondujeron a mi habitación y me tomaron la temperatura vieron que ya había pasado los 39 grados de fiebre. Supuse que estábamos en medio de la madrugada, pero apenas habían pasado 2 horas desde que me dormí a las 7 de la noche cometiendo la terrible estupidez de dejar el televisor encendido en un canal nacional donde pasaban esos horrendos programas de concursos donde díscolos jovencitos se disputaban la supremacía de la belleza y la perfección de sus cuerpos en detrimento de un intelecto que se oía bastante limitado, se podría decir hasta la oligofrenia y ya del resto se encargó la fiebre. Soñé y el sueño se mezcló pronto con un delirio muy vivido en el que yo también me encontraba en ardua disputa con los díscolos jovencitos del programa de concurso. Nada más que ellos estaban bien plantados y con físicos imponentes, amén de coquetas indumentarias de chillones colores actuales, mientras yo ya hacía ahí debatiéndome entre columpios y toda clase de resbalosos obstáculos que me eran imposibles de sortear. En mis delitrantes sueños vividos esa juventud me humillaba y yo con el sempiterno pijama celeste de manchas de sudor azuladas jadeando en el piso como un perro que acababa de perder pelea.  

Deme agua por favor, supliqué. Vinieron dos enfermeras y me llevaron del brazo de vuelta a mi habitación. Estaba bastante atolondrado.

Desde que caí gravemente enfermo había pasado tranquilamente una semana, o al menos eso creía. Pero la enfermedad me hizo perder la noción del tiempo y un poco de las personas. Me senté en la cama y las enfermeras murmuraban entre ellas. - ¿Qué ha pasado aquí, por Dios? 

Me dormí escuchando en la televisión un noticiero oriental donde no dejaban de hablar de la Peste y la emergencia mundial. La peste. Un virus propagado desde la China y que al principio todos decían que pasaría como otra más de las miles de amenazas que únicamente se encargaban de engordar el mercado de las farmacéuticas e inflamaban esos estúpidos mensajes apocalípticos de los evangelistas y sus risibles alusiones a lograr el arrepentimiento y la paz de nuestros corazones antes de la aniquilación total. 

Embustes dignos de oligofrénicos impenitentes, decía yo para darme cierto aire de superioridad intelectual entre mis alumnitos que en mis sueños me miraban bizqueando los ojos. - La ciencia, jóvenes, decía yo muy pagado de mí mismo, ha logrado vencer cien mil avatares. A la luna misma, el Internet, reducir la mortalidad en todo el planeta y generar abundancia por dónde se mire. ¿Ustedes creen que un virus nos va a exterminar?

Está delirando, escuché. Una enfermera me miraba y les dijo a otras dos que me tomaban de los brazos. Hay que inyectarle un antipirético. Está con 39.2. ¡Hay que darle su anticrético, urgente! ¿Anticrético? Todo era tan surrealista e ilógico. Para qué demonios me darían un anticrético. ¿Ya me habré muerto y me quieren dar mi porción de cielo o infierno? Luego irrumpieron en la habitación dos enfermeras con un bañador de agua y muchas gasas que remojaron en agua helada y me pusieron en el pecho, la cabeza y las axilas. Después de unos segundos recién comprendí que seguía vivo y que alrededor de mi cama me miraban unas cinco personas y que me preparaban una segunda inyección.

Por primera vez sentí un sentimiento muy paradójico. Quería despertar, pero tenía miedo de despertar y que regresen mis crisis. Ya me sabía cómo era la rutina de esos ataques de temblores, escalofríos y fiebre, lo cual sólo me causaba una angustia indescriptible. Primero ese frío que empezaba por la planta de los pies. Frío como cuando duermes con las patas peladas y la ventana abierta. Luego las rodillas, las caderas y al final los temblores. No quedaba otra que abrazarse a uno mismo después de taparse hasta la cabeza. Frío, un frío asesino que te hacía batir los dientes. Esa primera parte duraba unos 15 minutos, pero según yo duraba la mitad de la noche y lo único bueno, aunque luego resultaba siendo fatal era que te provocaba sueño. En la segunda parte despertabas (si se podría decir que despertabas) ardiendo y sediento. Ardiendo y sediento cómo si protagonizaras uno de los mejores cuentos de la Guerra del Chaco. La fiebre de 39 grados te dejaba desorientado. Los labios fruncidos. La lengua áspera. Luego comenzaba la tercera parte. El gran espectáculo, como le llamaba yo: el Sudor. Y si alguna vez asocié el sudor con alguna práctica saludable, esta distaba terriblemente de serlo. Toda la ropa mojada, incluso los calzoncillos y sobre todo la polera y otra vez ese olor agrio, un poco parecido a la marihuana. 

Cálmese pues hombre, va a desatar el pánico entre los otros pacientes. Dijo sin elevar mucho la voz, pero en visible estado de sorpresa un amable doctor que me había pedido que lo llame por su nombre. Con toda confianza, acotó. Luego me dijo Le tengo una buena y una mala noticia. ¿Cuál quiere? La buena pues doctor, necesito vivir. Justamente, hechos los exámenes, la buena noticia es que su neumonía es de origen bacterial. La mala es que esa bacteria ha pasado a su torrente sanguíneo y tiene líquido en los pulmones. ¿Eso qué significa? Significa que su neumonía no es viral. No era Coronavirus… y aunque era (y sigue siendo) muy temprano para cantar victoria, por un momento me sentí terriblemente aliviado, hasta que me dijo que lo que tenía era bastante parecido, sino peor, pero lo bueno es que no era contagioso. 

Dos semanas y media de oxígeno y que me despierten a las 5 de la mañana para tomarme muestras y medirme la glicemia que alcanzó en su peor etapa a 300 ml. Es decir que mis defensas estaban en el suelo. Dos semanas y media y quince kilos menos después, me llevaron a casa en ambulancia y fui recibido con la locura y el amor incondicional de mi perro que al principio no me reconoció. No negaré que llegué a extrañar al hospital y a mis amigas las enfermeras, aunque luego me enteré que me habían aislado, por si acaso. Aprendí a inyectarme insulina en el estómago y medirme la glicemia. Extrañé los delirios que fecundaba mi imaginación todos los días, como cuando según yo había caído un albañil del edificio que estaba en construcción justo en frente de mi ventana. Piso 11, habitación 3. Corrí con suerte y escribí un testamento melodramático que le envié a mi mejor amigo una noche en medio de profusos hipos y agradecimientos religiosos. Leyéndolo de vuelta, me sorprendí las cosas que uno puede llegar a pensar ante la imaginada cercanía de la muerte. Cosas cursis y otros reveladores secretos de unos mismo que obviamente me interesan solo a mí y que prefiero olvidar, espero, hasta que nuca más vuelva a existir otra oportunidad.

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