Encierros eran los de antes
El narrador chuquisaqueño Dinho Gómez nos manda unos pequeños relatos ambientados en mundos claustrofóbicos como el actual
¡No! cómo vas comparar esos tiempos con lo que pasa ahora, es broma ¿verdad? Encierros eran los de antes, no por nada Platón planteó el mito de la caverna a la tracalada de ignaros heterosexuales que tenía por seguidores y Otto Frank reivindicó el nombre de su hija en su diario de reclusión en Ámsterdam para no olvidar los bellos ojos de Anna que murió de hambre en sus brazos. No hay punto de comparación, como aquellos soldados que, atrincherados en las más oscuras fosas excavadas a cambio de sangre y balas, encontraban a Dios en la locura del encierro y el miedo de las galerías infinitas sin salida, o los millones de judíos cremados, inscribiendo en las celdas desgarradores arañazos de asimiento de vida antes que el gas Zyclon B terminase con ellos. No olvides que la peste negra arrasó con la mitad de Europa, sin embargo, muchos no tuvieron miedo de quedarse en casa y aprender nuevos oficios y recuperar viejas ciencias y artes perdidas. Encierros eran los de antes ¿sabes?, kurdos escondiéndose por generaciones en estepas y acantilados, guerrilleros idealistas en la selva impenetrable, leprosos proscritos, beduinos en desérticos oasis de arena y hambre, subsaharianos encerrados como sardinas semanas tras semanas en una podrida patera en el Mediterráneo para morir encallados a orillas de la isla de Cerdeña, encierros eran los de antes y el espíritu humano más elemental lo sabía y lo hacía a cambio de vida, libertad, amor al prójimo, en cambio tú, como diría Cortázar: “siempre quejándote de todo y a la vez fingiendo no dar importancia a nada, vives de esperanzas y no sabes lo que esperas…” me exclamó la muerte en tono susurrante al pie de la cama de hospital donde yazgo enfebrecido .
DESTELLO
Aquel destello que encegueció la mirada del forastero, no constituía una tormenta de temporada o un fenómeno climático de las tierras altas, aquella luminosidad inverosímil en el cielo endosaba un terror inefable e inaudito; los pobladores del villorio conocían con suficiencia el hecho, no obstante, un sepulcral silencio se imponía en sus rostros. Nadie debía saberlo, y menos aún un advenedizo que presenció el encubierto suceso.
Aquel extraño dubitativo ingresó al pueblo. Paseaba las empedradas calles con el bolso en la mano y un cigarrillo apagado en la boca, sabía que era observado desde el momento de su llegada, los rostros encubiertos en la oscuridad de las casas vislumbraban con desconfianza por ventanales y rendijas la llegada de un ser ignoto, un caminante vestido con un sombrero de ala ancha y una gabardina de cuero solicitando posada, reflejado en sus pasos cansinos.
Nadie salió a su encuentro, por lo cual decidió sentarse en una banca de la pequeña plaza en espera de un vecino o tendero que pueda recibirlo; el silencio inexpugnable se apoderó de la atmosfera, ajeno a una noche de ladridos de perros y coloquios de compadres, el silencio atestaba la nefanda noche, sacó de la mochila una bufanda, iba a pasar las horas nocturnas en aquella banca, aquel pueblo de mala recepción mostraría su verdadero cariz al amanecer, en tanto debía soportar aterido el frio, la oscuridad y los inauditos silencios.
Un conglomerado de luces lejanas comenzó a pulularse, entrevió con premura cómo se acercaban raudamente hacia él. El horror se apoderó de sus pupilas. Piras encandiladas sostenidas por extraños seres ominosos de indescifrable origen, miró a su alrededor, estaban en todos lados: en los caserones, las bajas montañas, callejas... Las fulgurantes luces de las llamas que chisporroteaban las antorchas deslumbraban su mirada atónita, sólo atinó a tomar su bolso con fuerza y supo una vez más que era el último de su clase, el último de su estirpe en este agreste territorio. Aquel destello encendió las pulsaciones del corazón del forastero, del corazón del último hombre sobre esta tierra maldita.
POR UN PUÑADO DE HABAS
Estrujo la hoja de papel, exclamando improperios al nuboso cielo pronto a caerse en chubascos, estoy entre la espada y la pared, los minutos arrecian impertérritos y el encargo no se ha concluido como lo imaginaba; aquí parado en medio de la vida, que no es vida, el cruento llamado de lo indecible se apresta como latidos dilatados a mi exiguo corazón. – Va a llamar, lo sé, lo presiento y no cumplí la promesa - Perderé todo derecho de sucesión y protectorado, talvez sea desterrado o me despojen de mis posesiones más preciadas, quizá la sanción se agrave y sea la animadversión eterna por mi falta de juicio que recaiga en mi patibularia existencia por el incumplimiento de mi única tarea. Estoy perdido y desesperado. Qué difícil es ser hombre en estos tiempos, donde los aromas se confunden perdiéndonos en su hondura, donde un color es testigo de la madurez o la podredumbre, donde el perejil no es apio y el apio no es perejil. Los minutos pasan y es preferible avasallar el cerco policial a destiempo del fatídico medio día, antes que ser un grotesco ente tildado de inútil por mi esposa al retornar del mercado en este resguardo domiciliario con la lista completa y no éste mal sabor de boca que arrastro por no llevar un puñado de habas a casa.