¡Con qué hierbas cautivas, Matilde!

Ernesto Flores Meruvia tuvo un encuentro con Matilde Casazola Mendoza. Estas son algunas reflexiones sobre la charla.

Matilde Casazola Matilde Casazola Foto: Foto: Correo del Sur

Ernesto Flores Meruvia
Puño y Letra / 03/02/2022 17:46

Estando en Potosí, a mediados de agosto del año 2021, tuve la grata oportunidad de reunirme con la pianista y profesora de música: Lourdes Stahel Iporre Peña, hija del prolífico compositor potosino Humberto Iporre Salinas. En nuestra charla ella me comentaba que, en la Escuela Normal de Maestros “Mariscal Sucre”, fue compañera y amiga de Matilde Casazola Mendoza. La recordaba con muchísimo cariño de aquellas épocas doradas de la institución, en la que los grandes docentes abundaban, como don Juan Manuel Thórrez Rojas, Antonio Auza Paravicini, Emilio Hochmann S., Oscar Araníbar Paravicini (quien fue profesor de piano de Casazola), entre otros. La profesora Lourdes había llegado de Potosí al internado de Santa Teresa en Sucre, ella cuenta que Matilde vivía una cuadra más arriba, entonces bajaban juntas a la Normal y al regreso se quedaban un rato sentadas en la plaza 25 de mayo. Mientras Iporre entraba a rezarle a la Virgen de Guadalupe, Casazola prefería esperar en la plaza junto a otras compañeras, ya que en ese entonces era anti religión, como ella misma lo admite. Ahí, en las bancas, ya manifestaba su naturaleza poética. La profesora recuerda que cada oportunidad de recitar que se presentase no era desaprovechada por Matilde. Le recitaba a la hoja, a la piedra y todo en cuanto le llamaba a su sensibilidad. Recuerdos de una entrañable amistad.

En diciembre del mismo año visité por segunda vez a la maestra Matilde; la primera había sido a principios de agosto. Ese cariño que emana de su sonrisa al abrir la puerta es la mejor bienvenida que se puede tener, y ahí dentro la calidez es única. Adentro uno está observado por todas esas personas de los retratos que ella hizo, te siguen con los ojos al ingresar. Atienden a la charla y de rato en rato da la impresión que asienten y disienten con la cabeza. La casa está viva. Comencé por mandarle los saludos de su amiga Lourdes y de contarle el bello recuerdo que conservaba de ella en sus tiempos estudiantiles. Eso nos llevó al tema de la naturalidad del arte. Bien se sabe que Matilde creció en un ambiente propicio para la música y los poemas. Eso le otorgo de cierta naturalidad con el arte. Una suerte que no todos los artistas poseen en un principio. Ella menciona que, en ese caso, es más difícil, porque uno tendría que lograr el ambiente propicio para sus inclinaciones, construirlo. El medio tampoco hace más favorable la labor, porque la gente, en general, toma al arte como algo no sustancial, sino como algo ocasional: ir a una exposición, a un concierto o escuchar unos poemas siempre es lindo, pero no le absorbe tanto como al artista. Sin duda el ambiente con el que uno se forma es importante para alcanzar ciertos grados de intimidad con el arte. Ni bien escuché esto, pensé que podría relacionarse con la idea del “absorber la fuerza de la tierra”, que ella nombró en alguna otra entrevista. Entonces ella me recitó su poema “Tierra”:

Soy un poco de tierra

que adquirió el don milagroso

de la voz y del canto.

Si los creyerais dignos de abalanza,

ensalzad a la tierra bendecid a la tierra,

que ella es la dueña madre de todo

encantamiento,

la fuente origen de perpetuo milagro.

Cuando mis pies detenga, cansada de su

continua ronda,

ella será mi almohada y mi reposo.

¡Oh Pachamama

escalón inmediato de la eterna armonía,

heredera suprema de mi sombra y mis huesos!

¡Salve tierra

una sola,

derrocadora de fronteras!

Por ti la voz y el canto dominaron el aire

e hicieron lagrimear a las estrellas.

Ella dice que este poema es como un credo y que explica un poco la cuestión que hablábamos. Siente que, si bien toda su familia comulgaba esta idea del amor a la tierra, la figura de su abuelo Jaime Mendoza Gonzáles es la que más ha influido, gran parte de su obra está ligada a esto, al amor geográfico y humano. Recuerda el ensayo más representativo de don Jaime: “El Macizo Boliviano”. En el libro, a la vez que se va describiendo el paisaje tan variado en Bolivia, describe también al ser humano que vive en cada lugar, y cómo su filosofía está totalmente influenciada por ese medio físico que lo rodea. Quizá la belleza del panorama radique ahí, en ese tipo de estática que produce y que nos mueve algo en el interior. Aprovechar ese movimiento es absorber la fuerza de la tierra. Por otro lado, la maestra manifiesta que el ser urbano es también una de sus fuentes de motivación para la composición. Aquel desprendimiento lamentable del ser humano con la naturaleza que la ciudad impone, y que hace al hombre un prisionero de su propio medio, rodeado del cemento que es la nueva tierra.

A propósito de su abuelo Jaime que también era músico, él enseñó piano a la madre de Matilde, la señora Tula Mendoza Loza, y guitarra a don Gunnar Mendoza Loza. Él tocaba, además de piano: charango, guitarra, mandolina y cítara. Me cuenta la maestra que su abuelo solía tocar en la estudiantina de la Facultad de Medicina.

El tema acerca de la sustancialidad u ocasionalidad del arte seguía teniendo su eco en nuestra conversación. Hay una belleza en el teatro, en el cine o en un recital, y esa sale del frente; uno como espectador o público está distanciado de esa belleza; la obra, en ese sentido, es un objeto ciertamente lejano. Y también existen ocasiones en las que la belleza esta subsumida en un espacio concreto de actividad que no solamente tiene que ver con lo artístico, el compartir en una mesa mientras los músicos interpretan de fondo, por ejemplo. En esos casos todos los elementos posibilitan una belleza que está inmersa. Sobre esto Casazola explica que, justo esa diferencia en la experiencia del arte, ha ocasionado una gran división que por muchísimo tiempo se ha mantenido: del “arte mayor” (elaborado) al “arte menor” (popular). Esa brecha termina, cada vez más con el tiempo, por fusionarse. Ahora, dice ella, se respeta mucho al arte popular, mientras que antes se lo miraba despectivamente. Al distinguir esas diferentes maneras de llegar a la gente, Matilde confiesa que busca trascender con sus obras de lo únicamente contemplativo a lo activo. Si bien una obra elaborada, prácticamente como algo perfecto, nos deja totalmente encantados, asombrados y admirados, las obras populares tienen algo que no tiene el primero, y es la espontaneidad. En cuanto uno elabora mucho algo: aumentar, sacar probar tal cosa o aquella, va elevando el nivel de exigencia hasta llegar a lo que el creador puede concebir como terminado, acabado en su perfección. En cambio, el creador popular, que no ha hecho un estudio profundo y que se ha interesado por las academias, no ha perdido la cualidad de la espontaneidad. Seguir mucho las reglas, los procesos normativos puede volver al ser humano alguien frio. Alguien que no se atañe por esas cosas, expresa las cosas tal y como las siente, sin darle tantas vueltas ni rodeos. “Es extraño, pero ese tipo de arte llega más al fondo, es como si fuera una especie de agua más cristalina”, me dice. Esas características hacen que el arte popular sea mucho más participativo. Y esos son los motivos, según ella misma, para que se dedique y haga el tipo de arte que justamente hace, respetando tanto esa cualidad de la espontaneidad como la del estudio. Un estilo medio: entre lo popular y lo elaborado. Así concibe Matilde lo suyo.

Cuando uno escucha Cuento del Mundo, por ejemplo, es inevitable por su encanto no darse cuenta que hay dos hilos principales con los que se va tejiendo la obra al llegar a nuestros oídos, y con los que, a confesión de la misma maestra, también se ha tejido la canción inicialmente. Pues no es solo la música, igual es poesía; ambas son la otra. Y lo maravilloso de la canción, dice ella, es que le llega a uno en el aire, está ahí; en comparación de lo academizado que se ha vuelto ahora el mundo de los poemas y de la literatura en general. Al sonido se le complementa la letra y viceversa. Así enamora la canción, con esa maravillosa cualidad. Sin duda el álbum más circulado de Casazola es ¡Una Revelación!, se lo puede encontrar y escuchar fácilmente en diferentes plataformas digitales. A propósito de ese título y de lo que significa para el ser creador, conversamos sobre la inspiración. Para Matilde hay efectivamente algo que resulta ser mágico al momento de crear, existe algo así como una voz interior, subterránea y profunda que uno escucha en determinados momentos, es cuestión de estar propenso y dispuesto a la llamada. Ella señala que, en su caso, esto verdaderamente pasa: agarra un papel, un lápiz y se pone a escribir lo que siente casi como un dictado, como si se descifrara algo que está ahí, por algún lado. Hay que recoger y plasmar. Esta inspiración en la que cree fervientemente, ha sido nominada de varias maneras: musas, duendes, espíritus superiores, o el mismo Dios (nombrado por mucha gente como el supremo artista), son diferentes personalizaciones de lo que se entiende por inspiración. Quizá esto que señala la maestra sea una de las mejores pruebas de que el arte es sumamente necesario y contingente al ser humano. Respecto a la muerte, el destino final de toda vida y de cómo las personas tienen el coraje de seguir viviendo sabiendo que algún momento indeterminable van a morir, sale pues el arte como una forma de sobrellevar tan pesada carga. Matilde afirma que el arte es una especie de tabla de salvación, porque absolutamente todos participamos, en algún instante, en el hecho de que la existencia también implica sufrimiento, y eso conlleva a aferrarnos a cosas que parecen ser eternas. En lo artístico encontramos esas cosas, como destellos, como luz que rebota del paisaje a nuestros ojos.

Existen ocasiones en las que la proximidad con la muerte genera una gama enorme de sentimientos e ideas (no solo produce miedo) que, en el caso de la maestra, han generado un cambio radical y permanente en su vida. Como bien se sabe, ella enfermo de una grave tuberculosis y su restablecimiento duro alrededor de dos años. El primer año, de enfermedad total, tan crítico que la obligo a dejar el canto y la guitarra. El segundo ya de una recuperación lenta y gradual que le permitió volver poco a poco al trabajo artístico. En ese periodo la pintura, el dibujo y la poesía fueron su propia tabla de salvación. Muchos de los retratos que uno observa en su casa son justamente de esa época. En cuanto a su producción poética, adelanta que ya está en camino el tercer volumen de su Poesía Completa, que se está trabajando ya desde sus anteriores dos volúmenes con la editorial 3600, y es justo este último que contiene un libro escrito en el año que cayo enferma. Sobre él comenta que los primeros poemas son previos a la enfermedad y ya los finales pertenecen al declive, cuando las perdidas energéticas ya se sentían. Después de Las Moradas Transitorias, en el tiempo que abarca toda su enfermedad, a partir de 1987, de vuelta en Sucre desde La Paz (donde radicaba), escribe Las Catedrales Subterráneas, título que hace alusión a los ecos, semejantes a los que resuenan en una catedral, que ella sentía dentro de su pulmón enfermo. Luego de la tuberculosis Matilde tuvo que cambiar radicalmente de vida; eso provoco una mirada reflexiva hacia su pasado. Ella dice que su vida en la creación ha sido como estar en un barco, en un mar, que se mueve mucho, permanentemente. Ese habría sido su lugar de apasionada creación durante muchos años, unos veinte años dese la publicación de su primer libro en 1967. Veinte años de febril producción, a la que el cuerpo, el organismo ya no resistió más. La intensidad con la que vivía terminó por superar la capacidad de lo físico. Le pregunté si consideraba esa época como mejor a la posterior. A lo que respondió que fue, sin duda, un tiempo al que agradece. Fue hermoso, pero hermoso como lo es un viaje. Uno sabe que solo es un viaje, partiendo de un lado, dejando cosas, sin saber dónde ir, sin conocer el porvenir; es justo eso lo que hace tan emocionante a la travesía. Pero llega un momento en el que se tiene que atracar, en ese momento las cosas se vuelven diferentes, es otra la historia.

Casazola me dice que el artista necesariamente tiene unas fuentes de donde se alimenta su arte; y a veces, estas no suelen ser del todo benignas; son también fuentes peligrosas. Refiriéndose a su propio caso: el músico y el poeta están en un mundo que debe tener algo de delirio. Uno tiene excesos de límites: la tarde se vuelve noche; la noche se extiende, aunque ya haya amanecido, continuando con su visión onírica, un poco también con la mentira, porque ya es de día. Seguir esos impulsos hace que se nos venga una fuerza de adentro. Las palabras de la maestra me recordaron, inevitablemente, a la figura de Víctor Hugo Viscarra, quien murió de una cirrosis grave. Pareciera que, en algunos casos, el cuerpo no está a la altura del espíritu, que éste lo sobrepasa por mucho con su fuerza. La maestra, en un tono más bajo, me afirma que el cuerpo es el que tiene límites, debe seguirle al espíritu a donde vaya; y en determinado momento se cansa, ya no puede seguir. Hay muchos ejemplos de artistas cuyos días no eran de veinticuatro horas solamente, quizá no tenían días siquiera, que murieron bastante jóvenes, y, cabalmente, en su mayoría de tuberculosis. Gracias a la medicina y a su médico (que, por cierto, fumaba) Matilde pudo vivir; pero murió a la vez. Esa mujer rebelde e intensa tuvo que desaparecer, se quedó en el algún lugar de ese barco sobre las olas del mar siempre agitado. Morir para vivir. He ahí cuando ella ganó un gran respeto por el regalo de la existencia. Uno desprecia, no se da cuenta, dice ella, de la vida propia y del sufrimiento de los demás que se está jugando adentro de ese remolino.

Rememorando esas épocas de total bohemia, la maestra recuerda la “Peña Naira”. En la siguiente fotografía (de izquierda a derecha) se puede ver a: Pepe Ballón, el expresidente Juan José Torres Gonzales (en ese entonces presidente), su esposa Emma Obleas y al fondo a Matilde Casazola Mendoza (a lado, según ella, de su pareja Alexis Antíguez Arístides). A lo que recuerda, también ese día estaban dos integrantes del conjunto Los Payas y su primo Javier. En esa misma peña conoció a la artista chilena Violeta del Carmen Parra Sandoval, quien, a memoria de Matilde, la felicitó tras escucharle en una de esas ocasiones.

 

En una anterior visita, Matilde me mostró una imagen interesante. Quise ver de nuevo esa fotografía que me mostró la maestra, se trata de una en la que está su madre Tula Mendoza y su hermana Gabriela en un patio de una casa (donde vivieron los padres de Matilde cuando se casaron) con don Mario Estenssoro Vásquez y sus hijos Gabriel Félix Estenssoro Lemaitre y Guido Estenssoro Lemaitre. Resulta que la Señora Tula era muy, muy amiga de Elia Lemaitre Paradisse, la esposa de don Mario. “Creo que era su mejor amiga”, dice Matilde. De ese modo me contó una anécdota. Pasada la tuberculosis ella se había instalado de forma prácticamente permanente en Sucre. Ya con más salud, fuerzas y cambiada por ese brusco cambio de vida empezó a revisar la cuestión religiosa. Lo que pasa es que a ella no le gustaba los ornamentos de eso tan profundo que era la filosofía de la religión cristiana. Relata que, a principios de los noventa, empezó a ir a la misa de las doce en la iglesia de Santo Domingo. Era una eucaristía tranquila que daba el padre Espada, porque iba poca gente. Las homilías que él daba eran de una visión serena. Esa misa le hacía bien. Justo don Mario, ya mayor, iba también a la misma, entonces solían verse. Una vez él la invitó a tomar té a en su casa, ahí manifestó que la música clásica podía ser de interés para ella, ya que conocía de su obra. El señor Estenssoro, de una jovialidad asombrosa, poseía una colección considerable de música en un estudio que él tenía en su casa. Empezó, pues, una costumbre de sesiones semanales para escuchar música después del té, los famosos lieder de Schubert, Schumann, Brahms, entre otros que, a decir del maestro tarijeño, servirían de inspiración para las canciones poéticas que componía Matilde. A ella le encantaba charlar con él y se entendían muy bien, hablaban mucho sobre música. Empezó una bella y memorable amistad, pese a la diferencia de edad que había entre ambos.

La rebeldía fue el sello de los más fructíferos años de Casazola. Ella no está orgullosa de todo lo que hizo en esa época. Sobre todo porque desaprovechó algunas oportunidades y no había valorado como ella hubiera querido el cariño de personas que la apreciaban bastante. A esta sensación que me comenta le ha dado una solución. A su profesor Emilio Hochmann S., quien la apreciaba bastante, le hizo un retrato. De don Mauro Núñez Cáceres, a quien conoció a sus quince años, más o menos, cariñosamente recuerda que le hizo un charango; a él le dedicó algunos poemas y también el bailecito A don Mauro. El arte también puede ser redentor.

Antes de irme, la maestra me invito unas galletas. Interpretó una canción inédita, de las primeras que compuso, una zamba: Flor de Romero. Escucharla fue algo más que hermoso. Su voz cálida que sube y baja al cantar, al recitar. Voz que llega a los socavones del corazón y a los cielos del espíritu, llenándolo de estrellas. Y la guitarra… ella también recita en el idioma de las cuerdas. Honda resonancia de bella caída y pomposa elevación. Un dialogo inagotable entre el canto y la vibración. Se toman de las manos, la guitarra y la voz. Un paseo que parece eterno en las praderas del oído. ¡Con qué hierba cautivas, Matilde!

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