Amantaní
El escritor y poeta Juan Cristóbal Mac Lean E. nos lleva de viaje en esta crónica a la isla de Amantaní, en el Lago Titicaca, al otro lado de la frontera boliviana.
De la memoria que se tiene de una aventura, dice Georg Simmel que ésta adopta la calidad de un sueño. Ya sea porque también se la olvida muy pronto o porque, como el sueño, no pertenece a la continuidad de la vida ni la razón la puede asimilar entera.
Para ser una verdadera aventura, la aventura, por otra parte y como lo hace notar Jankelevitch, ésta no tiene por qué rodearse de hazañas o confundirse con peripecias. Otras aventuras, incluso en “dosis homeopáticas”, están al alcance de quien, nada más, se abre a que le lleguen.
La aventura de ir a la isla de Amantaní comienza desde que se decide ir, lo cual ya es comenzar a partir, y se prosigue luego salvando el estrecho de Tiquina, se cruza al Perú por Yunguyo, y se acaba llegando a Puno, apenas pasado el mediodía. Tiene algo emocionante tomar un taxi allí, la mañana que uno elija, y oírse diciéndole claro al chofer: ¡Al puerto!
Cuando se llega a la isla, a las tres horas de haber partido, ya hay alguna gente esperando la embarcación. A cada pasajero, o grupo, se le asigna la casa en que pasará su estadía. Aquí lo de “turismo comunitario” es cierto, y cada campesino, o isleño, sólo puede arreglar hospedajes diez veces al mes, pues hay una constante rotación de recipiendarios de turistas, de tal manera que nadie acapare más de lo debido.
Está descartado, además, que nadie de afuera ponga ningún hotel. Defienden en los hechos y efectivamente su propia forma de vida, su idioma (hoy el quechua, pero son muy conscientes de haber estado desde antes, como aymaras), su vestimenta, sus ritos, fiestas y costumbres, sin de dejar de dar a paso, tampoco, a ciertas entradas convenientes del Estado o los inescapables de la modernidad (educación hasta la secundaria, algunas canchas de voleibol/fútbol, algunas motos).
Al poco de salir a caminar, fuera del circuito prestablecido (que los turistas siguen sin desviarse un paso, de tal manera que es fácil internarse por otros senderos y nunca verlos), muy pronto se siente la poderosa “atracción ascensional” de farallones y grandes roqueríos, cumbres. Lo propio de islas como la de Amantaní es que ella misma es una montaña (con pasado geológico de volcán), con una parte sumergida en el lago. De tal forma, y aunque en extensiones menores, el hecho y el simbolismo de montaña y sendero ya quedan inescapable, inmediatamente planteados.
La montaña (y su ascensión) como sitio privilegiado de hierofanías, ofrendas, altares y reverencias es algo observado por todo el mundo, en todas las religiones. Véanse (de fácil búsqueda en internet) la gran cantidad de iglesias y monasterios encaramados en altos lugares imposibles. La palabra “sagrada” tiene una particular debilidad por adosarse a la de montaña. El ascenso a muchas de ellas es un extendido rito de caminatas y peregrinaciones. Herzog filma, incluso, casos en que los peregrinos, en varios meses, cumplen todo el itinerario alrededor de una montaña en el Nepal, arrodillándose paso a paso, en total reverencia.
No mucho después de salir de casa yo mismo, ya me encontré, pasados los senderos más apacibles, subiendo, trepando, alzándome. Entre el riesgo y el temor, el atrevimiento y la recompensa, la suerte que se hecha resplandece a la luz de visibles lejanías, que parecen estar a la mano.
Un día claro, se puede ver desde la isla el Illampu del lado boliviano. Prodigio de la mirada o de la transparencia, se ven al final del horizonte los nevados más altos, más lejanos. La inmensidad abre sus cortinas, lo sublime llena de blancura la gran nube posada sobre el lago y la luz se apodera de isla y cielo, baña el aire entero. Naufragamos en el azul. Sobre el cuenco vacío que es todo el paisaje abierto de tierra y agua, se derrama el cielo entero, sosteniendo sus blanquísimas nubes.
Cuando se está arriba, en semejante isla, bajo pareja inundación de luz, se siente otra energía, y que no hay por qué no recordar la enargeia homérica que Alice Oswald, particular traductora de la Ilíada, dice que es algo así como bright unbearable reality o “brillante insoportable realidad”. La excesiva luz mediterránea no debe haber sido muy diferente de ésta, que lo inunda todo y tanto que pronto se comprende que se está en un lugar de veneración. Y de gracia.
Marcos Pallis, uno de esos olvidados representantes de lo que se llamaba religio perennis, y gran caminante de montañas él mismo, tiene una frase, en su lindo libro El camino y la montaña (Kier 1973), que ella sola ya más que justifica todo el libro: cuando se está allá arriba, dice, se siente “un júbilo que lastima más allá de lo soportable”.
Allá no se llega, sin embargo, así nomás. Para hacerlo hay que tomar, antes, “lecciones de abismo”. La expresión la recuerda Cortázar hablando de Lezama y es originalmente de Julio Verne; la pronuncia el personaje que va en busca del centro de la tierra. Y es justamente de semejantes “lecciones de abismo”, que el alumno aprende los pasos de un camino. El centro de la tierra se confunde con el centro del cielo, la bóveda con el cosmos, el camino con la Vía.
Mis deambulaciones por arriba en Amantaní, me llevaron de pronto a un encuentro, casi de golpe, que me causó más que sólo una profunda impresión. Lugar, presencia y paisaje, oración y reverencia, altar y ofrenda, de pronto estaban todos juntos en ese ordenado y alto amontonamiento de piedras con que me topé: una gran apacheta.
“Estando los Achachila en las montañas o cerros principales, estos son los lugares escogidos para efectuar los ruegos” puntualiza Juan Pablo Berastain en el precioso librito La religión del Titicaca, (Puno 2001) donde aparte de muy buenas explicaciones, mantiene que toda la religión o religiosidad antigua se originó en el gran lago y alrededores. Los sitios “religiosos” más antiguos que se encuentran, de hasta 3.500 años, son de precisamente de esa zona y en la isla de Amantaní según el autor, hay “innumerables” centros ceremoniales.
En esas alturas, donde lo sublime se ha apoderado de todo, Pallis asevera que la razón ya no tiene nada que hacer. Las fuerzas y signos que están en juego son más poderosas y bañan hasta lo más recóndito. ¿Pero no es ahí, lejos de la razón, donde también y precisamente la poesía se despliega y tiene lugar? Quienes supieron de eso muy bien fueron los grandes pintores/poetas chinos. Ahí está (también fácil de encontrar virtualmente) el cuadro Poeta en la punta de una montaña de Shen Zhou (1427-1509).
Poesía, montaña, iluminación, oleajes, islas… Hay aventuras que, a diferencia de los sueños, por nada uno quisiera olvidar.
La conciencia no puede ser sólo autoconciencia. La conciencia del otro y de lo otro, paisaje incluido, tienen que ser tan poderosas como la propia autoconciencia.
La geología de antiguas catástrofes
Esta mujer se llama Fernanda. Tiene 65 años. Nunca salió de la isla ni a Puno. De entrada, su nombre es raro de escuchar en esos lugares. Apareció de la nada cuando yo acababa de subir hasta donde pude unos empinados riscos y estaba de vuelta, descansando.
Antes, sin embargo, ya había visto abajo a una mujer conduciendo sus rebaños. Era ella. Cuando estaba abajo y me vio, me contó, que seguramente debido a su mala vista a la distancia, de la que se quejó, había creído que yo era un allqamari. “Hacías así”, dijo, remedando con sus brazos los movimientos de alas de un pájaro detenido.
Para entrar en confianza (ella ya rápido se había sentado en una piedra), le mostré la foto de la Apacheta que había tomado el día antes. Al verla su cara cambió inmediatamente y me miró con cierto recelo. Cuando le dije que había estado ahí de rodillas, volvió a animarse. Y me contó, con gran reverencia, su propia historia con la Apacheta, o con ese lugar. Pues aquí la tierra también está marcada, cada lugar tiene su personalidad y afecta de diversas formas al que pasa o se detiene en ellos. “Hay lugares que castigan”, también dijo.
La cosa es que un día, contó, ella iba con su burro cargado, en alguna parte de cerca de la Apacheta. Y de pronto su burro casi se cayó y botó toda la carga, se alejó cojeando. Entonces ella no sabía qué hacer, trató de cargar pero era demasiado, se golpeó la muñeca y renegó demasiado. (“¡Ay cómo ey renegadu!”) Hasta que por fin alguien la ayudó. Al día siguiente la muñeca estaba hinchada, afectando la mano y el antebrazo, me mostró. ¡Ayyy! Entonces a unos amigos les contó su percance, y ellos le dijeron que tenía que pagar. Que porqué había renegado. Ella entendió y fue a pagar y a disculparse ante a la Apacheta (nunca empleó la palabra apacheta, decía “èl”, o “èl lugar” alguna vez, luego le pregunté qué o quién era ese él, y respondío que también podía ser Dios, “o eso pues…”). ¿Con qué pagó? Un poco de coquita, dijo como achicándose. Y que le pidió perdón. Que es como cuando te portas mal con una persona, pero vas y le pides perdón, te disculpas, ¿no? Entonces la persona te perdona y te vas tranquilo… Que así le pasó a ella. Pagó, pidió perdón, fue perdonada y se fue tranquila. Al día siguiente su muñeca está perfectamente bien.
Qué bien hablas castellano, le digo. “Ah, así me dicen”, fue la expresión con que me contestó. Y siguió contando, ya que, ella misma lo dijo, le “encanta” charlar. Hace años murió su marido, sus hijos se fueron, vive a sola. A veces si alguien la trata mal, dijo, “como estoy solita, me pongo sentimental”. Y que iba ahí, a ese lugar, a presentar su demanda: ¿por qué me tratan así, acaso lo merezco?
Sobre su buen español, me contó que desde chica lo aprendió, ella solita, escuchando a los de fuera. Que ahora va a aprender inglés, que ya sabe un poco de francés (comant alé vu, bonyur, merci, silvuplè), de japonés (sayonara, arigato)…Que ama aprender lenguas, confesó. Lamenta haber empezado tan tarde. La casa de sus padres, la posterior suya, no tuvieron condiciones para recibir turistas, por muchos años y por culpa de eso ella se perdió mucho tiempo de aprendizaje. “Si yo hubiera empezado de chica con el turismo, ya sabría perfectamente, dice, inglés, francés, japonés”.
A todo esto yo ya estaba sentado, en otra piedra señalada por ella, y nos pasamos así, su buena hora siquiera. En las cumbres de la isla, con el lago azul que nos rodeaba. También le pregunté de todo. Por ejemplo, cómo se construyen, construyeron, esa gran cantidad de perfectos caminitos empedrados, tan sólidos, tan bien hechos, (y que dieron lugar a que empiecen aparecer motitos traídas por los más jóvenes). Me contó: cada comunidad tiene que hacer cada vez 100 metros. Cada persona de cada comunidad, cuando toca hacerlo, tiene que encargarse de un metro y medio de piedra y seis sacos de arenilla. Sobre ese metro y medio: que hay unos señores que se dedican a hacer estas piedras (de lejos, en otra parte, vi trabajos de cantera). “Entonces vas, y le dices, señor, quiero un metro y medio de piedra. Tienes que negociar. Puede ser 90 soles, o 100, o hasta 20 soles. El señor, también, horas se ha pasado, hasta días tal vez, haciendo las piedras bonito, por eso pues hay que negociar, ver, según”.
Ya se hacía hora de irme, pues quería trepar todavía a otra parte que había visto y entonces empecé a despedirme. Inmediatamente abrió su bolso para ofrecerme unas artesanías. Que ya no entrarían en mi mochila, le dije, pero que acepté esta colaboración, o ese tipo de cosas y le di un billete. Se le iluminaron los ojos de tal forma, que recién vi cuán pobre podía ser. ¡Para pan! Suspiró feliz. Cuando ya iba caminando, me gritó, ¡Adiós amigo, que te vaya bien!
Yo también le grité de vuelta: ¡Sayonara, Fernanda!