De Whitney a Doja
Puño y Letra estuvo en la última versión de Lollapalooza en Sao Paulo. La crónica va de atrás para adelante. Esta es la primera entrega.
No conocía casi a nadie de la cartelera de este año, pero a quién le importa, si eres medianamente curioso la experiencia es lo que cuenta y Lolla para principiantes te enseña que los escenarios están arriba pero también abajo.
En el cesped, la multitud te embriaga, te desconcierta, te eleva y te tira abajo, recuperas el equilibrio de los sentidos por un momento devorado por el mismo momento, quieres más, es una droga dura en sí misma. Sientes el golpe, la furia estética de los cuerpos transformados en territorios que en la voragine son como destellos que se iluminan y se apagan y son milésimas de segundo los que los separan de una nueva experiencia visual, no paran, uno tras otro, otro tras uno, bellezas desafiando otras bellezas, lo raro como norma, no como excepción (es la incesante lucha por el reconocimiento, diría Hegel, que quizás nunca lograremos, la mirada del otro, el amor, la aceptación o el repudio o el desafío, para ser uno), información visual en catarata permanente, acelerada, desbordada, ansiosa, un exabrupto de energía, la luz y su agonía, lo lleno y lo vacío. Eres la minoría. Piensas. Heterosexual, viejo, aburrido. Pero todos te sonríen. Te hablan. Quizás eres más raro que ellos. Eres lo más curioso que existe en ese panorama de potencias singulares pero letalmente homogeneas, el signo de la reterritorialización del capitalismo, de la palabra repetida, como pensaría Deleuze. Eres una reliquia. Una forma de vida estética, ética y corporal, en franca extinción, una poética del ser, sencillamente superada, anulada. O no. Quizás por eso eres el ser más interesante sobre la tierra desierta, en eyaculación permanente, exahusta, sedienta, muerta, enloquecida. Eres el tipo a estudiar. Todo no es y es. Un mirage, un espejo roto.
Sumido en ese pajeo mental, se apagan las luces, la multitud grita, todo se agita, nada está quieto, animados por lo extraordinario de lo ordinario, de pronto Doja Cat está en el escenario. Quién es esta mina. Nunca la había escuchado. Potente. Sexual. Atormentadoramente sexual. Porque el sexo atormenta. La seguridad del mundo puesta a prueba entre sus piernas. Eso es la corporalidad de este show. No necesita cantar como Whitney, porque Ella sí que cantaba. Convertida en una barbie por la industria blanca del pop americano, sabemos cómo terminó. Pero nadie cantó como Whitney. Nadie. Un intermedio. La grada necesaria para llegar a lo que veo, siento, escucho, es Beyonce, que canta y expone esa certeza gozosa del cuerpo femenino negro espléndido traducido en forma y contenido, que ahora define las fronteras entre lo que ellas hacen, y lo que nosotros, los hombres, machos, muy a nuestro pesar o muy a nuestro regocijo, hacemos. Doja Cat es el producto avanzado de una nueva generación, no canta como Whitney o como Beyonce, pero no le hace falta, es una potencia sumisa cuya rebelión radica en el disfrute de su avasalladora forma de ser cuerpo y música y naturaleza devoradora a un mismo tiempo. Es el disfrute y alegría de algo que nosotros jamás alcanzaremos. Industria, sí. Puedes criticarla desde la teoría, pero jamás desde el disfrute.
Se vino The Strokes. Nada que decir. Se murió Taylor Hawkins. Joder.