Literatura, historia y política: El Ateneo de los escritores olvidados de Freddy Zárate
Freddy Zárate es un investigador incansable y necesario para el rescate y el análisis de las ideas en Bolivia. Puño y Letra tiene el gusto de publicar una aproximación al libro que acaba de editar uno de nuestros colaboradores más apreciados bajo el nombre de El Ateneo de los escritores olvidados
Ensayando un tanto el frecuentado autoescarnio nacional, se puede decir que Freddy Zárate es un boliviano extravagante. Le interesa de verdad el pasado de la Patria, pero no –como suele ser regla– para explicar las causas del fracaso, sino para elegir los destellos de luz. Esa que han portado sus variados ancestros intelectuales, azorados al deletrear la complejidad boliviana o la de su edición previa, la colonial Audiencia de Charcas.
No es que Zárate carezca de la intención de que su búsqueda del pasado no tercie en el presente. Para intentar ser justos, al menos una de sus motivaciones centrales es reprender a las versiones historiográficas, culturales o literarias cómodamente instaladas, que inciden y mucho en cómo y con qué arsenal de mitos abordamos el presente.
Claro que dejar a Freddy Zárate como un combatiente de narrativas sería ignorar otra de las que, adivino, son sus pulsiones centrales: la pasión por su país, por lo que ha sido y, quién sabe, por lo mucho que pueda ser, a condición de no ceder al estereotipo, el giro fácil, la impostura oportuna. Aunque a menudo Zárate es tributario de una corrosividad, si bien contenida, destinada a despeñar interpretaciones o personajes, detrás –intuyo– se esconde un esperanzado: el que siente que tanto esfuerzo olvidado, del que él se ha vuelto el rescatista por antonomasia, no ha sido vano; que mirar a los que nos han visto desde nosotros sea quizá la receta para finalmente entendernos a nosotros mismos y sentirnos a gusto en nuestras pieles de una buena vez.
En esa labor de minero de vetas abandonadas y escasamente trabajadas, Freddy Zárate ha hecho de su vida el hábito de presentarnos libros, testimonios, hechos y personajes que normalmente ignoramos o entendemos a partir de elementales estereotipos. No será mucha novedad para quien lo siga, apuntar que a Freddy lo exasperan los mitos revolucionarios; esos que hacían preguntar a Gabriel René Moreno si somos revolucionarios por ser pobres o pobres por ser revolucionarios. Tal vez sea que, en su sed de pasado, Freddy se haya labrado algo del conservador consciente de equilibrios hechos de tiempo que hay que mejor entender incluso cuando es imperativo remodelarlos, mudarlos o, dicho llanamente, extirparlos.
Antes de concentrarme en este libro, me entrego a la tentación de perfilar algo más del Freddy Zárate que conozco y con el que he trabado amistad. Freddy es un andino como somos los de esta parte montañosa del país. Sus timideces son a la vez signo de maneras delicadas y también sirven de manto de los ardores de su espíritu.
En cualquier caso, soy su amigo porque tuve la fortuna de leerlo antes, singular en sus aficiones intelectuales, destacado en sus descubrimientos y lecturas. El taciturno Freddy, buen montañés como los que vivimos en estas alturas, fue así más fácil para mí de leer luego como persona, partiendo de sus afanes. Como ese día que recorrimos juntos el edificio de la actual Facultad de Derecho de la Universidad Mayor de San Andrés, de la cual somos hijos los dos, aunque él con ventaja en su juventud comparativa, para no hablar de sus talentos y disciplina.
Ese día nos poseía el espíritu de Tristán Marof y la reedición de sus libros, de la cual él ya estaba perfectamente anoticiado, alfabetizándome sin reprochar mi ignorancia. De esa mañana preservo mi ejemplar de La Justicia del Inca, profético opúsculo vehemente de Marof. Luego de años de haber leído acerca de ese pequeño libro en retazos citados por otros, por fin pude así leerlo y conservarlo, incluso descubriendo mi apellido Mendieta entre los detestados por Marof y, por la época –los años 20 del siglo XX, hace 100 años–, deduciendo por qué.
Este nuevo libro de Freddy Zárate intitulado El Ateneo de los escritores olvidados. Ensayos de historia política e intelectual de Bolivia (Santa Cruz de la Sierra: Gente de blanco, 2022) encubre en su título la paradoja de que los autores de su ateneo ya no estarán tan olvidados precisamente porque hay quien los reseña, recuerda y confronta. Aunque, a la vez, no se pueda decir que Felipe Quispe es un olvidado, al que Zárate suministra una visión pesimista que, al leer, no pude dejar de confrontar con lo que Quispe, a quien no conocí y de quien no fui epígono, causaba en el mundo aymara.
Entre los huecos que le descubre Freddy a Felipe Quispe, no puedo dejar de mencionar mi impresión no estadística de que su carácter desafiante y altivo hizo mucho por la autoestima de mucha gente y que eso, para los que tenemos una vida más bien rutinaria, es quizá ya más que suficiente épica ante la que actuar con cautela y respeto, aun desde la diferencia y la crítica.
En este texto de ensayos, hay estímulo también para quien quiera debatir en silencio con el autor. Es o no Bolivia un país sumergido en la anomia, se pregunta. No les anticipo la respuesta, si bien muchas veces he perfilado una hipótesis muy de paso: las leyes bolivianas son consuetudinarias como su poca tolerancia a la sangre, lo que no quiere decir que estos lares andino-amazónicos nuestros, sean (solo) vergeles de santidad.
Me ha interesado en particular el ensayo contenido en este libro sobre el vanguardismo nietzscheano en Bolivia, pues me figuro que en esos diálogos de una suerte de provincia alejada, como es nuestra patria, con los centros intelectuales y de poder del mundo, se pueden rastrear explicaciones o injertos causantes de giros históricos o sustratos de los que se nutre también nuestra historia.
En esa vena, Freddy Zarate le dedica unas páginas a Fernando Diez de Medina, cultor temprano del indigenismo político en el grupo Pachakuti, y forjador de leyendas o, citándolo como hace Zárate, de una mitificación anida “al modo fantástico”. Leyendo el ensayo de Freddy es luego menos explicable el taller clásico, racionalista y benevolente desde el cual Diez de Medina debatió con otro nietzscheano, Augusto Céspedes, cuando éste defendía el culto de una historia sesgada y partisana, esa que el mismo Chueco Céspedes y algunos otros terminaron levantando como edificio intelectual de la Revolución Nacional y sus mitos.
Intuyo que Freddy Zárate tiene igualmente su santoral laico, como todos nosotros, en el cual cumple un papel destacado el desaparecido Salvador Romero Pittari y tal vez el muy vital aún H. C. F. Mansilla. En todo caso, la memoria del primero se lleva la dedicatoria del libro, como testimonio de una estirpe intelectual en la que el autor acaso se ve inscrito. Salvador Romero fue miembro de las juventudes socialdemócratas de inspiración cristiana, alumno en Lovaina, cultor de los libros sociológicos franceses, primero desconocidos y oscuros (como Foucault) y luego ultrapublicitados (aunque igual de comprensión oscura, para mi gusto). Romero fue también un exquisito columnista, de cuya labor viene faltando un compendio. Como somos romeros de distintos huertos, me animo a mencionarlo sin que se tome como observancia de algún deber familiar.
Que Salvador Romero sea uno de los héroes de este libro junto a Placido Molina, por ejemplo, enseña también otra de las claves de este conjunto de ensayos: la inicua importancia en Bolivia del éxito político para, a partir de él, leer a nuestros intelectuales o simplemente condenarlos al baúl. Quién sabe eso torna a Freddy en algo así como un espiritista, poseído del espíritu de quienes antes, como los que vivimos hoy, sintieron hondamente los dilemas de la patria, incluso entre sus yerros y pocos aciertos.
Este libro tiene pues un sabor a contracorriente y a contracultura; se enzarza con mitos intocados de la Bolivia contemporánea. Parafraseando a Nietzsche, quizá se pueda alegar también que, por eso mismo, Freddy es hijo de su época, a la que, decía el pensador alemán, filosofando con su martillo, se pertenece incluso en la porfía de negarla.
En cualquier caso, los lectores agradecerán que este libro no exhale conformismo ni sumisión a las coronaciones y procesiones de nuestro tiempo y más bien las someta a examen, incluso allí cuando el alma y el partido asalten a su autor, aunque eso ocurra en medio de los dones de buena ley, razón y sutileza del autor.
Concluyo allí donde empecé. Conocí a Freddy primero por escrito; nuestra amistad quedó sellada después. Confío en que los lectores transiten un camino semejante a partir de estos ensayos, capaces además de concedernos la amistad del autor y, a través suyo, de varios a quienes por mucho tiempo mantuvimos encerrados injustamente en un baúl.
* Abogado